Beatriz Suárez-Vence Castro
Vocaciones y condiciones
El informe PISA, Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes, (traducidas sus siglas que provienen del inglés a nuestro idioma) deja a los estudiantes españoles, como siempre, por debajo de la media.
Los jóvenes españoles no resuelven bien cuestiones prácticas. Encontrarnos con el mismo problema una y otra vez es lógico porque los que ahora nos dedicamos a enseñar provenimos también de un sistema que nos ha hecho aprendernos las cosas "de carrerilla" sin pensar en lo que decimos, agotando nuestro cerebro con el extenuante ejercicio de quedarnos con cuantos más datos mejor, en lugar de entrenarlo en el pensamiento lógico y en la relación de unos conocimientos con otros. Este procedimiento era así desde la enseñanza básica hasta la Universidad, pasando por el instituto. A la mayoría de los profesores les importaba poco si entendíamos o no, o si razonábamos las cosas. Había que aprenderlo y repetirlo como loros. Oral o escrito. Daba igual. Y lo importante era la nota final.
Sin embargo siempre había alguien a la manera del profesor de la película Vivir es fácil con los ojos cerrados que innovaba y buscaba otra manera de enseñar. Más pegada a la práctica y a la vida.
Un profesor de inglés nos hacía las clases amenas con canciones y juegos sin dejar de lado la gramática. Pero aplicábamos lo que en un principio sólo era teoría. Otra de mis profesoras, también de los ochenta, nos introducía en el mundo real haciéndonos elegir una vez por semana una noticia del periódico, la que más nos llamase la atención o nos impactase a nuestros trece o catorce años para luego comentarla en grupo. Hacía varias cosas importantísimas con un ejercicio tan simple: Que los niños aprendiesen que hay muchas realidades además de la suya, que sobre esa realidad hay que pensar y que debemos comunicarnos unos con otros. Hablar, exponer un tema en público, escuchar opiniones diversas y respetarlas. Aprender a poner por escrito lo que pensamos y luego contarlo con nuestras propias palabras.
Luego, en la enseñanza secundaria también las clases de Literatura cumplieron con esa parte de práctica que debe acompañar siempre a la teoría con una profesora que vivía cada texto que nos hacía comentar, sin amargarnos la vida con datos innecesarios. Nos ayudaba a entender la intención del autor y conseguía contagiarnos su entusiasmo. Expresábamos lo que sentíamos al leer. De la misma manera, nuestro profesor de Historia, no nos explicaba los acontecimientos del mundo como una lista interminable de fechas y nombres, si no dándonos un motivo de por qué habían sucedido. Aunque luego, claro, era necesario aprender también cuándo y dónde. Pero lo primero era cómo y por qué. Y las relaciones que había entre unos hechos y otros. Al fin y al cabo, la Historia es una cadena de acontecimientos que no se pueden aprender aislados.
Luego la Universidad fue una decepción. Lo que yo empecé ilusionada pensando que sería un lugar de intercambio de ideas, de convivencia, de exposición al mundo, de aprendizaje en grupo, resultó ser un desfile de conferenciantes más preocupados en su mayoría de tener un auditorio que les escuchase, los admirase y se interesase por los libros que ellos mismos habían escrito sobre la materia en cuestión. Libros como fascículos que si bien podían haber resultado interesantísimos como medio de consulta y ampliación de materia, había que aprenderse como un catecismo. Lo único que consiguieron con aquello, al menos en mi facultad, fue que mucha gente con mente inquieta y ganas de aprender se sintiese frustrada y abandonase antes de tiempo unos estudios que no estimulaban sus ganas de saber sino que las encerraban en un pensamiento único, sin conexión con la realidad que luego se iba a encontrar al salir.
Una diferencia básica existe, creo yo, entre dos maneras tan diferentes de enseñar: La vocación docente. Los primeros disfrutaban enseñando y viendo cómo sus alumnos aprendían. Transmitían entusiasmo. Los segundos tenían en la enseñanza un medio de ganarse la vida que podía haber sido otro cualquiera o bien un ego inmenso que proyectaban en la enseñanza.
Ahora los decanos de Magisterio plantean examinar la vocación docente para mejorar la enseñanza. Entiendo que es una medida muy acertada y que ahí esté quizá una de las claves para mejorar nuestro sistema.
Tampoco estaría demás que se midieran las habilidades para ejercer otras profesiones al terminar las titulaciones o incluso antes. Especialmente en aquellas que cómo la enseñanza están encaminadas a ayudar a la parte más sensible de la población. En este caso son los niños y jóvenes pero lo mismo podría hacerse con el personal sanitario que no sólo debe tener los conocimientos necesarios si no un trato agradable hacia la persona que sufre o el personal de las residencias geriátricas.
Son profesiones especiales, dedicadas a los sectores más vulnerables de la población y se debe poner un cuidado especial en su selección.
Esto nos lleva también a pensar en las condiciones en que muchas veces se ven obligados a trabajar porque un médico, un enfermero, o un profesor obligado a hacer más turnos o más horas que las que humanamente puede, por mucha vocación que tenga acabará saturado con un riesgo grande de no poder ejercer su profesión con la claridad de ideas y el trato cuidadoso que, tanto alumnos como pacientes, necesitan.
Que ellos ejerzan con vocación y que las administraciones los cuiden para que puedan hacerlo.