Bernardo Sartier
Mira que pinta porta
A veces es difícil evitar que un burro rebuzne. Les contaré una historia. Creo que era el año setenta. No era el Valencia de Rep, Diarte y Kempes. Era un Valencia anterior, el de Pepe Claramunt y Juan Cruz Sol. Fue una de las dos veces que a Balaídos fuimos mi padre, mi madre y yo. Sentados en la grada de Gol, allí vimos empatar al Celta.
El Celta es el Atlético de Madrid gallego, el eterno aspirante, el club que luce la cruz de Santiago en el corazón de sus futbolistas como escudo; ese club que jugó tres finales de copa y perdió las tres; ese, sí, que no logra desembarazarse de un malaje que le persigue porque si lo hiciese, claro, no sería el Celta, sería el Bayern Múnich.
Decía que vimos empatar al Celta y luego tomamos el Vitrasa, que nos dejó en Santiago de Vigo, al pie de Alfonso XIII. El fin de aquella cuesta obstinada era la estación del ferrocarril, subirnos al último ferrobús para Pontevedra. Pero era lo suficientemente temprano para hacerlo y una buena hora para un refrigerio que evitase la cena. Nos metimos en uno de aquellos hoteles que allí abundaban, en uno que, bajando a su sótano, tenía restaurante.
Peinador ya existía, claro, pero las frecuencias de vuelo seguramente no eran coincidentes con la partida de la expedición del Valencia, que aguardaba su regreso en tren. Así que el Valencia entero estaba cenando al lado de nuestra mesa. Yo no pasaba de los nueve o diez años, pero ya escribía columnas. Con la mirada. La mesa valencianista la presidía un tío orondo cuando no, para no resultar en exceso eufemístico, definitivamente obeso. Irrumpió entonces una camarera de baja estatura y entrada en carnes, mayor y con esa deformidad de caderas hija de una osteoporosis vedraña. Se movía con dificultad. Después de haber servido a quien presidía la mesa, se retiró llevándose la sopera.
Fue en ese instante que aquel cerdo seboso, con un cinismo y un sarcasmo que no he olvidado y en un valenciano no exento de esa característica españolidad levantina dijo Mirad que pinta porta la tía esta, y se río de la mujer. A sus espaldas. A traición, el muy perro. A partir de aquello odié unos cuantos años Valencia, lo valenciano y a los valencianos. Lo odié hasta que, ya joven y más reflexivo, comprendí que buenos y malos, santos e hijos de la gran puta los hay en todas las partes y que un valenciano no es alguien diferente de un gallego, de un batusi o de un checheno. Hace unos años estuve de turisteo una semana en Valencia, y los valencianos, pues eso, personas normales. Con sus defectos, claro. Como todo dios.
El jueves el Valencia bordó la mayor parte del partido y mereció mejor suerte. La mereció hasta que, cegado por el espejismo ambicioso del resultadismo recurrió a ardides y tretas más propias de un trile táctico mouriñista que de una disputa deportiva. El último cuarto de hora se fue en simular lesiones, perder deliberadamente tiempo y arrojar dolosamente balones al campo con el fin de cortar el juego del Sevilla, es decir, argucias no infrecuentes pero inadmisibles en buena lid deportiva.
Mientras el Valencia jugó a fútbol mereció ganar. Cuando se dedicó a otra cosa se hizo inmediato acreedor de la derrota. Por eso, en el instante en que el Sevilla marcó en el último minuto de la prórroga pensé que algún tipo de justicia metafísica, incomprensible y que se me escapaba había puesto las cosas en su sitio. Y sí, para que negarlo. Pensé en la camarera, en aquella abuela a la que aquel cabrón menospreció delante de un niño. De un niño que no lo olvidó porque lo único que un niño no olvida nunca es el maltrato. De un niño que se hizo mayor y que comprendió que, a veces, claro, es imposible evitar que un burro rebuzne.