Alejandro M. Carmuega
Aquí va a haber más que palabras: Sirenas de Tinduf
- Salam aleikum.- El inesperado saludo de Sebas, cuyo silencio arrullaba mi modorra hasta hace nada, me sobresalta mientras sesteamos la tarde en un banco.
Son cerca de las seis en punto cuando Bachir Saleh atraviesa la calle, pasando a nuestro lado, con sarracena parsimonia. Sus pies, embutidos en unas aparatosas zapatillas deportivas, arrastran su silencio por el estropeado pavimento del centro. El teléfono móvil, inevitable, cuelga de su mano derecha, mientras la mirada se le extravía en lugares a los que no alcanzan sus propios pensamientos. Una brisa suave y cálida que llega de ninguna parte nos acaricia entonces el rostro, y mi amigo se estremece con un escalofrío de nostalgia.
-Tú no llegaste a hacer la mili, ¿verdad?
En el silencio compacto que sigue a su pregunta busco una evasiva que me prive de la turra que amenaza desde la comisura de sus labios. Adelantar por la derecha siempre ha sido una virtud muy mía. Demasiado bien pintada llega esta ocasión como para estar dispuesto a malgastarla. Digamos que aunque no conozco ÿbeda tengo cierta tendencia a dejarme caer por sus cerros.
-No, Sebas, no la hice. ¿Y tú, qué? ¿has leído a Benedetti acaso?
Por peteneras. Le aseguro que del uruguayo me quedaría con casi todo, aunque es cierto que siempre he tenido un cariño especial a Gualberto Aniceto, un boliviano con salida al mar. Sebas se encoge de hombros, comprensiblemente confundido, lo cual me convierte en narrador improvisado:
Gualberto, como buen indio, conoce por experiencia que la nostalgia del mar es infinita. Así es y ha sido siempre en Bolivia. Por eso cuando se le presenta la oportunidad -a él que ha tenido la suerte de haberlo conocido- y puede hablar a sus convecinos sobre la insondable belleza del océano, sobre su húmeda inmensidad, sobre las olas y los delfines, las gaviotas y las mareas, lo hace sintiendo sobre sus hombros la gravedad de una ancestral deuda con su pueblo y su sangre, y es consciente de que no puede decepcionarlos. De esta manera, sentado ante ellos, se afana en dibujarles verbalmente los tiburones, y los buques cisterna, y faros que parpadean, y peces voladores desgranando, durante días y una tras otra, cada una de las memorias ajadas por el salitre que conserva de los mares que han salpicado su rostro. Finalmente, llega una noche en que sus recuerdos se consumen y cesa de hablar. Es entonces, en el momento mismo en que su silencio provoca la incontenible pregunta de los suyos "¿y qué más?", cuando a Gualberto se le ocurre mencionar a las sirenas.
-No entiendo que quieres decirme con eso, Lito.- Se queja Sebas. A pesar de todo, un ribete de luz tras la negrura de sus pupilas confirma que ha disfrutado del relato.
La necesidad de no defraudar a los demás suele obligarnos a mentirnos también a nosotros mismos. Intento aclararle este punto a mi desconcertado amigo. No pretendo insinuar que las historias de la mili tengan nada que ver con esta magnífica historia. Ni por asomo. Pero salvando las insultantes distancias que Benedetti no estaría dispuesto a perdonar- lo cierto es que el paso del tiempo suele convertir a estos cuentos en el blanco perfecto de la exageración. El aburrimiento de haberlas relatado en cientos de ocasiones crea la necesidad de salpimentarlas con algún detalle nuevo, algún giro fantasioso, que haga apetitosa la anécdota para quién, de otra manera, no tendría la paciencia de volver a escucharla. Auditorios e intérpretes se repiten sin remedio en estos recitales sobre sargentos chusqueros y obtusos brigadas, así que es inevitable que en cierto momento, como le sucediera a Gualberto, acabe uno por alcanzar el punto en que sólo cabe la inventiva si se quiere salir airoso. Al fin y al cabo, en este juego no es la historia más creíble la que vence, sino la más hilarante. Hay reglas que no se discuten por ancestrales. Ni siquiera los que -como yo- hemos tenido la suerte de no haber tenido que presumir la valentía ante nadie.
Suavizo mi atropello asegurando a Sebas que pese a que el gato que encierran estas patrañas tiene la cola bien a la vista, siempre ha habido en ellas un halo magnético y misterioso que me ha atraído. Tal vez no sea más que la frustración de un adicto a la dialéctica: No poder pinchar en estas conversaciones es un verdadero chasco para un incontinente verbal de mi talla. Por suerte o por desgracia, en tres tristes anécdotas -y aquí quizá sea yo el que exagera- mi prestación social sustitutoria quedaría liquidada. Y es que en cuanto se convirtió en moneda de cambio oficial también la objeción de conciencia perdió todo su romanticismo.
-Tranquilo, no iba a darte demasiado la paliza. Yo la hice en el Sáhara Occidental.
Don't think twice, it's alright, pienso. Y aunque no pronuncio palabra, la figura de Bachir esperando a que el semáforo se ponga en verde me hace intuir que tal vez esa sea la nube desde la que llueve la inspiración de Sebas. Estoy a punto de preguntarme por vez primera si nuestro amigo es saharaui -siempre lo había presumido marroquí- pero la cuestión enseguida se hace innecesaria.
- A Bachir y a los suyos les hicimos una buena putada, dejándolos allí tirados en manos de esos
Y entonces de los labios de Sebas, siempre tan parcos en palabras, como contagiados por el sentido de la responsabilidad que abrumara a Gualberto en la ficción, comienzan a brotar sin tregua palabras que huelen a antiguo y que llegan manchadas del óxido de la vergüenza. Palabras que no hablan de sargentos chusqueros ni de brigadas barrigudos, sino de marchas verdes y huidas deshonrosas, de gente expulsada de sus casas, del sol y del desierto y de la amarga travesía, de los niños, del agravio, de la infamia y de la mentira, de mujeres al frente de los campamentos, de Tinduf y de Argelia. Y de la caridad. Y del olvido. Y del olvido. Y de más olvido. De un ignominioso olvido que pone cerco a su eterno confinamiento en el desierto. Convertidos en un país sin país. En un pueblo sin salida al mar.
En el mismo momento en que Sebas se queda sin palabras, Bachir se frena en seco en mitad del paso de cebra y comienza a marcar un número en su teléfono. Lo observo ensimismado y no tardo en comprender de donde proviene la fuerza que lo inmoviliza en medio de la nada: La infinita nostalgia del desierto. La eterna condena de las pedregosas tierras de Argelia. Las sirenas de Tinduf.
No me levanto del banco todavía. Contemplo mi desaliñada imagen sobre los ojos humedecidos de Sebas y me recuesto ligeramente sobre el respaldo. Un nuevo soplo de brisa generoso regresa para besarme la cara.
- ¿Y qué más, Sebas?