Carlos Xerardo Casais
Palabras enjauladas: Maldito móvil
Recuerdo lo que pensé la primera vez que vi a alguien hablar por la calle con un teléfono móvil adosado a la oreja: «Manda huevos, a lo que llegamos ¿realmente hay necesidad de hablar con alguien caminando por la calle?» Luego, como hoy sabemos todos, vendría lo peor: empezamos a escuchar, sin pudor ninguno, las conversaciones en la cafetería, en la panadería, en el Carrefour y hasta en el autobús. Pero por entonces, era sonar el tono y poner orejas alerta, a escudriñar en el contorno quien era la persona señalada por las ondas hertzianas: «Que sí, que Manolita dejó a su novio porque le cantaba el aliento que tiraba para atrás ya y además creo que estaba liado con Chusi ya claro sí bueno a ver si quedamos un día de estos y hablamos». Era, digamos, la primera generación.
A continuación, casi sin darnos tiempo a asimilarlo, arribó una época fantástica a la que yo ya en posesión de un Motorola que casi no me cabía en el bolsillo, me anoté sin pestañear: la de los politonos. Había verdaderas disputas intelectuales(?) por encontrar una melodía única, irrepetible y personalizada que fuese la envidia de los colindantes. Lo reconozco, como mi estúpida manía de la perfección nunca se da por satisfecha, cada semana ponía una diferente: Beatles, Pink Floid, Wagner lo que hiciese falta. Pronto me cambié de teléfono, precisamente por un Nokia, que por entonces era el no va más de la telefonía de bolsillo y era más pequeño y manejable. Era la segunda generación.
Seguíamos avanzando los SMS empezaron a hacer furor: nunca tantas chorradas dieron tanta pasta a Telefónica y a sus consorcios colegas. Prefiero no perder el tiempo en hacer una estimación somera sobre el número de mensajes que se mandarían un día como el de Fin de Año: me horrorizaría. Un buen día el de mi santo, para más señas, ganó las elecciones en USA el señor Obama y se corrió como la pólvora la noticia de que utilizó en su campaña electoral una Blackberry para mandar mensajes a sus votantes. Las consecuencias fueron inmediatas: tal engendro se convirtió en objeto del deseo de todo el que se quería sentirse alguien en las ondas electromagnéticas. Además, como rasgo diferenciador, el susodicho artilugio venía provisto de un teclado con todas las letras, como una máquina de escribir en miniatura. Para colmo como el non plus ultra, puso a disposición de sus propietarios un sistema de mensajería instantánea y gratuita. Era la tercera generación.
Pero en este mundo todo es efímero y en cuestión de electrónica todavía lo es más. Aparecieron las pantallas táctiles, apareció Android, apareció WIFI, aparecieron los millones de "apps" que pululan por la Play Store, se incorporó el GPS al teléfono, la brújula, el Facebook, el Twitter, y el ¡Whatsapp! Echa una mirada a una parada de bus y verás a la gente con el smartphone en mano, y en el Mercadona, y en las terrazas, y en todas partes, incluso a la mesa de comer. Hoy mismo, sin ir más lejos, iba por la calle y me tropecé con una chica que casi me tira al suelo: iba tecleando, pulgares en ristre, sin mirar por donde iba «Perdón, señor, es que iba guasapeando con mi novio y no lo vi» El que no miren por dónde van me molesta, pero que me llamen señor, ni te cuento. Es la cuarta generación.
Hoy tenemos dudas metafísicas, al menos yo: ¿Iphone o Samsung Galaxy? ¿Tablet o smartphone? ¿Whatsapp o Telegram? Mi chica es muy de Iphone de toda la vida «Es una cuestión de estilo», según dice ella. Félix, en cambio, es más de Sony Xperia «Es una cuestión de calidad», según terquea. Yo, la verdad sea dicha, soy un desastre, ya van tres teléfonos perdidos en estos últimos seis meses, así que he optado por comprar uno de esos, de los de antes: de llamar y a lo sumo recibir un mensaje del banco diciéndome muy amablemente que estoy en números rojos o uno, como el de ahora mismo, de Félix «Kdms als 8 dnd smpr. Ttoka pgr a ti. N llgs trd». Es la quinta dimensión.