Bernardo Sartier
El castañero
Aparca su ordenador portátil al lado del Gónviz, en la plaza del quiosco de Suso. Suso te daba la vuelta, en los sesenta, con una paleta plástica. Suso tenía percebes atróficos en vez de dedos. Suso iba, ya digo, corto de dedos y solo yendo corto de dedos te dejaban de aquella explotar un quiosco. Los chavales ojeábamos los dedos de Suso como se mira al trapecista de un circo. A través de la pantalla de su PC el castañero pincha con su ratón un icono de hirvientes: "Las lleva calentitas, recién hechas".
El castañero es un currela trilingüe estacionado, un laborante de fríos sudados que otea veranos de tumbona y sol cenital al doblar la esquina. Me acerco a las cinco, unas cinco ingestadas y calóricas. El castañero me recibe con su cara de boxeador magrebí de peso welter (Chateaubriand dijo que África empezaba después de los pirineos). El castañero tiene guantes capados que liberan las yemas de los dedos y le permiten manipular su iPod rodante.
El castañero, de cuando en vez -o de vez en cuando, que luego se abre el chiquero de los lingüistas y salen en tropel a empitonarle a uno con su coñazo-, de vez en cuando, decía, el castañero le manda un viaje a la Coca-Cola; le alerto sobre los hidratos de carbono de absorción inmediata: la Coca-Cola tiene mucho azúcar. A ver si se le va a secar el páncreas, hombre. Pero el castañero es un bizarro al que se la suda la dietética: Si le cuento que desayuno con Red-Bull, contesta mientras sacude el cajón y remueve el producto, amable, pero indiferente. El castañero pasa de dietas porque empujando su computadora ya va quemando como en un gimnasio ambulante.
Al castañero le echa un cabo su señora, jefa de protocolo de la empresa que a veces le allega a uno una bolsa plástica. Conectado al internet de los cajones el castañero navega por páginas asexuadas y misóginas de castañas todo hembra: como mucho, un episodio de lesbianismo seco entre ellas. El castañero es, como los enterradores, una especie de funcionario entre ascuas que nunca se quedará sin chollo, que tiene pagada la hipoteca de la locomotora y que no va por la vida echando la llorada como Sergio Ramos cuando presenta el libro de su vida, que qué carallo de libro y de vida puede escribir y tener un niñato pelotero de veintitantos años.
El castañero es un filósofo urbano, un sabio de intemperie que labura la vida con una honradez sin trile. Y que vive tranquilo. No como Díaz Ferrán, al que es posible que le quede la retaguardia como un bebedero de patos si se agacha en la ducha a por el jabón, que ya se sabe que el caldero tiene su propia política punitiva y a veces te ponen mirando a Cuenca. Cuando uno es un hombre de bien, libre y currante, como el castañero, aunque sea sin cuenta en Suiza, no tiene que temer que lo pongan mirando a Cuenca. A lo mejor, digo yo, a Díaz Ferrán no le importaría conducir ahora la Mikado del castañero.