Juan Diego M. Alcaraz
ÿl nunca lo haría
Llegan estas, para muchos, temidas fechas de Navidad, en las que parece que todo el monte es muérdago y en las que algunas familias comienzan la cuenta atrás de un abandono, o más bien de una tentativa de asesinato, un acto que denigra la condición del ser humano.
Llega ese momento en que ante unas jaulas de traficantes de vidas se dan suelta a los más cariñosos epítetos, gritos de alegría y promesas de amor eterno. Alborozo, abrazos y besos. En los días siguientes se suceden escenas graciosas cargadas de ternura y alegría; no hay nada más simpático que un cachorrillo, el centro de atención. Es a veces malo; secuestra calcetines, con sus afilados dientecillos destroza lo que pilla y se hace sus necesidades allá donde le sale.
Todo se perdona ¡Es tan mono...! suele decir la mamá con sonrisa forzada. Pero en unas semanas, la bolilla de peluche ha espabilado y crecido, sus huellas en la casa ya son evidentes y las monerías ya no hacen tanta gracia. Sus travesuras no dan risa, sino que producen ira, y el premio se convierte en un sonoro manotazo o una patada, en el peor de los casos, acompañada de la atadura o encierro pertinente.
Desde que terminaron las vacaciones y empezó el cada uno a lo suyo diario, el peludo se ha convertido en un incordio para los mayores y es cuando se dan cuenta de que el piso es un lugar inadecuado para el tamaño que va cogiendo. Ahora sí se percatan realmente de hasta qué punto un perro necesita (aparte de mucho cariño), cuidados, limpieza, comida, muchos gastos veterinarios
No es una mascota que aparece y desaparece cuando conviene al personal. Es un miembro más de la familia en el que hay que pensar para ir al cine, la compra, el trabajo y ya no digamos viajes o vacaciones. El animal tiene sus derechos y hay que atender sus necesidades. Pero, más allá de esto, hay que entenderlo, saber educarlo y adaptarse a su carácter y forma de ser. Hay que respetarlo y eso es algo que no todo ser humano es capaz de hacer.
Pero por desgracia llega el momento en que esos mamones hijos de mala madre sacan a relucir lo peor de su esencia, se blindan las neuronas y se las arreglan para que no pese sobre sus conciencias el acto vergonzoso que van a cometer. Hay que apartar de sus vidas al animal. Es un acto en el que la Marca España vuela muy alto, porque nuestro país es líder de la Unión Europea en abandono de mascotas. Según el estudio publicado por la Fundación Affinity, en España se abandonan unas 150.000 mascotas al año, o más claro: ¡cada tres minutos hay un necio que abandona su mascota!
Las cifras son espeluznantes y me causan verdadera tristeza. Según el estudio mencionado, los abandonos se han disparado en el pasado año. La crisis económica aparece como principal causa, aunque destacan también la llegada de camadas inesperadas, la pérdida de interés por el animal, el fin de temporada de caza y los problemas de comportamiento. Una de las conclusiones del estudio es que la mitad de los animales abandonados acaban siendo adoptados, aunque, para entenderlo mejor, habría que decir: la mitad de los animales abandonados acaban siendo sacrificados.
Nuestros peludos lo llevan claro y tienen las de perder en todos los frentes. Vemos casi todos los días en los medios de comunicación y redes sociales, noticias sobre alguna detención de maltratadores de animales, una pequeña muestra de que hay algunas leyes que protegen a nuestras mascotas. Pero ojo donde vivimos, porque las máximas autoridades pueden hacer gala de una falta de sensibilidad que raya la enajenación.
El caso más escandaloso ha sido el del pobre Excalibur en Madrid. La polémica de su inmolación por si acaso no ha causado efecto alguno en el Ministerio, que no aprende de sus errores y lleva más lejos su aberración en el llamado Protocolo de actuación frente a la sospecha de infección por virus de ÿbola. Para estos grandes pensadores la mejor solución es sacrificar e incinerar inmediatamente cuantos amimales se considere que puedan estar afectados, sin contrastar contagio ni guardar cuarentena.
Esto se debe también a que no hay medios suficientes para poner en cuarentena mascotas; no hay presupuestos para eso, aunque sí los hay para otros dispendios inútiles y opacas contratas. En un país con estos dementes e insensibles dirigentes no es de extrañar que proliferen esos maltratadores malnacidos que, bajo su apariencia de ejemplares padres de familia y amantes de los animales, esconden una maldad de asesino sin corazón. Son un ente miserable capaz de abrir la puerta del coche y dejar abandonado un perrito que acabará con algo de suerte en una perrera.
Me pregunto si esta gentuza, por mentarla de manera amable, tendrá sueños nocturnos terroríficos (ojalá), con las imágenes de su perrito tras el coche, ladrando, chillando, gimiendo, corriendo hasta reventar. Perdido. Perdido en la inmensidad del mundo, incapaz de entender que para lo que le queda de vida, todo ha cambiado irremisiblemente. Sin entender que sus queridos humanos le han dado la espalda, se han deshecho de él. Que ya no es de este mundo. Le ha ocurrido algo que, seguro, él nunca haría.
No puedo terminar sin advertir al lector que, sobre este tema, quedan muchas cosas en el tintero y que con el tiempo iremos desgranando. Vaya por delante destacar con mayúsculas la maravillosa labor de las gentes que, a través de protectoras, asociaciones y voluntariado, acogen todas las mascotas que pueden. Las cuidan, miman y buscan una nueva familia que las adopte.
Gracias al trabajo desinteresado de estas personas (anónimas muchas de ellas), se salvan de la muerte cientos de animales y, por lo que he podido ver, en Galicia hay una especial sensibilización con los animales de compañía; son como uno más en casa.