Bernardo Sartier
Se murió mi padre
Escribo de madrugada, cuando aún falta bastante para que se cumplan veinticuatro horas desde que una hiperglucemia le hiciera ir perdiendo calor y quedándose con los ojos muy atentos hacia la nada. Se fue como merecía, con una tranquilidad y una ausencia de ruido propia de quien en vida trató, en todo momento, de ayudar a los demás. No sé si hay muertes que puedan calificarse de dulces, pero estoy seguro que la de papá fue la mejor de las que cualquiera querría para sí, eso en el supuesto, claro, de que la muerte sea algo deseable. Ausente de sedación, sin una queja o un estertor, el color se fue escapando de su rostro. Mi hermano y yo permanecimos uno a cada lado de la cama y Bema a sus pies. Cuando lo vistieron, una pena difícil de describir se apoderó de mí porque él era un dandi, un dandi de corbata y americana siempre, un hombre de elegancia sencilla. Ocurre que la elegancia marida extrañamente con la quietud imperturbable de la muerte. Igual que los objetos o su habitación vacía. Hay ahí, en ellos, una especie de reproche callado pero enorme. La muerte le causaba a él pavor. Supongo que idéntico que a todos, por eso me reconforta que su tránsito haya estado exento de esfuerzos inútiles, de dolores o excesivas prolongaciones baldías y agónicas. Setenta y nueve años no lo convertían en un hombre mayorcísimo, pero el curso natural de las cosas decidió que el momento había llegado. Entonces no puedes hacer nada más que limitarte a cumplir con una perfectamente proyectada burocracia mortuoria, o sea papeles, nicho, llamadas, consuelo en fin. Agradan estos rituales sociales de condolencia que, si bien a veces no terminas de comprender del todo desde fuera, sí aceptas y entiendes cuando estás en el ojo del huracán trágico de la muerte.
Papá permanecía en cama desde junio del 2012, cuando un ictus lo paralizó y puso fin a su capacidad para desenvolverse por sí mismo. Desde aquel momento, en la familia vimos la cara del sufrimiento y, también, reparamos en que hay muchas familias que cuidan y se ocupan de los que, de los suyos, se encuentran en parecidas circunstancias. Por suerte para él, cincuenta y dos años de trabajo ininterrumpido le habían hecho acreedor de una pensión modesta pero suficiente para sufragarse los gastos de profesionales que lo cuidaban diariamente. Para todas aquellas personas que con cariño y dedicación lo asearon, medicaron y alimentaron quiero tener un recuerdo cariñoso, del mismo modo que para los que lo visitaron o, por la calle, constantemente me preguntaban por él con un interés que excedía del compromiso cortés. Recuerdo ahora que el primer año y medio de su enfermedad iba yo con frecuencia junto a él. Y en un ritual de poco más de diez minutos, luego de vestirlo lo sentaba en su silla para llevarlo al salón. Tratábamos de impedir a toda costa que la permanencia en cama le perjudicase. Era como una manera de mantenerlo atento, vivo. Tocar su cuerpo, sentir su calor como cuando se coge a un niño pequeño es de las cosas más reconfortantes que he hecho en mi vida, pero en todo caso mucho menos de lo que él pudo hacer por mí con sus ejemplos, porque a cada mal paso o error mío -y he tenido algunos- nunca respondió más que con una comprensión que me impedía repetir comportamientos similares. Su filosofía era sencilla: corriges mejor si el corregido sabe que a alguien tan bueno no se le puede volver a fallar. Yo sentía una especial predilección por él y por eso le dediqué mi libro, libro que no pudo leer. Se hubiera reído porque otra de sus características es que era un cachondo. En esa dedicatoria ya explicaba que fue su indulgencia con mis errores la que me enseñó a quererle profunda e intensamente. Su corazón decidió hace unas horas que ya había latido bastante, y a mi esa decisión me parece muy sabia porque papá ya merecía el sueño eterno, la paz del silencio dormido.
Ahora espero que los lectores de "Pontevedraviva" disculpen esta columna que tiene más naturaleza de esquela que otra cosa. Aún faltan el funeral y el entierro. Justo en el momento que termino, a las ocho menos cuarto de la mañana, Martina, mi hija de cinco años sube a mi cama. La abrazo con fuerza. Y también percibo su calor infantil y lleno de vida. Un calor parecido al de Papá. Y comprendo, claro, que todo debe continuar.