Paco Valero
Comprenderlo todo confunde
A finales de los años 70 viví en el distrito de Belleville en París, el viejo barrio de Edith Piaf, que entonces acogía a inmigrantes y exiliados políticos de todo el mundo. Donde yo estaba la inmigración árabe ocupaba varios calles y regentaba un gran número de comercios y restaurantes. Cada mañana de cada día asistía al mismo ritual en los locales: entraban, saludaban con un shalom o un salam malekum según fueran judíos tunecinos o musulmanes y luego, al estilo francés, estrechaban la mano de los conocidos, entre los cuáles podía haber emigrados y exiliados españoles, portugueses, polacos, búlgaros, rumanos El conflicto árabe-israelí ya provocaba discordias entre ellos, pero no imposibilitaba una cierta convivencia y se permitían incluso unos a otros tomarse el pelo. De hecho, el trato entre árabes judíos y musulmanes era más fácil, menos bronco, que entre exiliados anticomunistas y comunistas en aquellos años de Guerra Fría, o eso me parecía a mí... No recuerdo a ningún joven musulmán que quisiera volver a la tierra de origen de su familia ni que fuese ostentosamente religioso, la gran mayoría vestía a la occidental y sus aspiraciones no eran muy diferentes a las de cualquier francés de la misma edad. Entre los judíos, sin embargo, sí que conocí a algunos que le daban vueltas a la idea de instalarse en Israel para vivir la experiencia de los kibutz, un movimiento comunal socialista que empezaba a estar en decadencia.
Hoy de todo aquello no queda casi nada. Algunas calles fueron habitadas a partir de los años 80 y 90 por inmigrantes de origen chino, coreano, vietnamita Pero eso no es lo significativo. Belleville, como cualquier barrio humilde de las grandes ciudades, cambia su fisonomía conforme unos vecinos prosperan y se van a barrios mejores y otros nuevos llegan. Era una transformación que yo constataba cada vez que visitaba el barrio, pero algo más significativo estaba pasando. En la calle empezaron a proliferar los jóvenes árabes con aspecto rapero, los hombres barbados con túnica y las mujeres con la cabeza cubierta, algunas incluso con burkas, como si solo encontraran sentido a sus vidas en esos dos extremos: el de una vacía estética cosmopolita o la tradición más remota. La religión, era evidente, había pasado a ser muy importante. Y el odio también, como podía verse en las pintadas que ensuciaban las calles. La presencia de árabes judíos en Belleville, minoritaria siempre, era cada vez más reducida y la última vez que estuve allí, hace ya unos años, solo quedaban dos restaurantes en el Boulevard (llamarlos así es una exageración, en realidad casas de comida, pero excelentes) regentados por ellos. Cuando entré en uno, pude sentir la mirada desconfiada y temerosa de los presentes ante alguien que no conocían. Peor era la situación en las ciudades dormitorio de los alrededores de París, donde se vivían revueltas, quemas de coches, vandalismo y violencia antisemita.
Los jóvenes de origen magrebí y africano se sentían ajenos a la realidad francesa, y muchos de los que antes habían adoptado comportamientos y estética rapera comenzaron a acercarse a una tierra lejana, la de sus padres, que apenas si habían visitado y conocido, a una religión que poco habían practicado antes, y a una causa, la de los palestinos, que en muchos casos eran incapaces de situar en el tiempo y la historia. Eran jóvenes como los que han asesinado a Wolinski, Cabu y los demás miembros de Charlie Hebdo o como el que asesinó a cuatro personas en la tienda kosher. Todos franceses. Al igual que las víctimas, entre las que hay agnósticos y creyentes cristianos, musulmanes y judíos.
¿Cómo se ha podido llegar a esto? Se acusa al modelo francés de integración, basado en los valores republicanos compartidos desde la escuela: laicismo, libertad, igualdad, fraternidad, de haber fracasado. Pero al otro modelo, el anglosajón el de comunidades en paralelo (multiculturalismo) con los códigos legales punitivos como único referente común, no le ha ido mejor. De hecho, la desafección entre las nuevas generaciones de inmigrantes musulmanes (o convertidos recientemente al islamismo) se da en todos los países europeos. España incluida. Cientos o miles de jóvenes europeos se han marchado a Irak, Libia, Siria atraídos por una ideología redentora, mesiánica, para unirse, no a las fuerzas democratizadoras con las que comenzó la Primavera Árabe, sino al totalitarismo fundamentalista o yihadista.
La pobreza es sin duda una de las causas importantes de esta desafección profunda, pero la mayoría de los inmigrantes, musulmanes y de otras creencias, se esfuerzan por salir adelante en condiciones de igual o mayor dureza sin aceptar la violencia. No es solo una cuestión religiosa, dicen algunos, y es evidente, pero matan en nombre de un determinado Dios. Todo seguirá así, dicen otros, mientras dure el conflicto con Israel, una humillación permanente para los árabes, pero el antisemitismo que manifiestan tiene raíces viejas. Hay motivos generacionales, según otros: son jóvenes que crecen en los márgenes de sociedades opulentas, un festín del que no disfrutan, y subliman su insatisfacción con aspiraciones heroicas. Puede ser, pero no hay que olvidar que bastantes de los terroristas islámicos más conocidos son o eran de familias acomodadas o ricas. Puede incluso que se vinculen a esa ideología extrema para llenar el vacío propio de esas edades, como tantos jóvenes han hecho antes, pero para rematar a sangre fría a un policía herido tumbado en el suelo hace falta algo más que radicalismo, hace falta una idea criminal, una ideología deshumanizadora.
Todo puede ser. Y por eso no hay soluciones sencillas. Pero sí que hay respuestas equivocadas u obscenas. Como pretender defender el espacio de libertad europeo con medidas liberticidas, al estilo de Le Pen y los otros extremismos de derecha, que se apuntan a la ganancia en río revuelto. O diluir las acciones criminales del yihadismo en las grandes causas al grito de ¡Occidente es culpable!, como está haciendo cierta izquierda que se niega a aprender de la historia.
Joseph Roth repetía mucho en los últimos años de su vida esta frase: "Tout comprendre est tout confondre". Podríamos traducirlo por "comprenderlo todo es confundirlo todo", o mejor "comprenderlo todo confunde". El escritor austro-judío lo decía cuando alguien pretendía comprenderlo a él para salvarle de su autodestructivo modo de vida. Y también lo utilizaba contra los que, queriendo tanto "comprender" al nazismo, lo único que conseguían era justificarlo. ¿Hacía falta realmente tanto esfuerzo? ? ¿No estaba claro en los discursos, en el Mein Kampf y en las acciones que llevaban a cabo? Pues bien, mutatis mutandi Hay que intentar comprender lo que está pasando, pero sin renunciar a las libertades públicas y personales y siendo al mismo tiempo implacables con el islamismo fundamentalista. Una amenaza real para todos, como ya saben los que se dedican a hacer chistes, los judíos franceses, los musulmanes laicos, los cristianos árabes, los opositores iraníes, las mujeres, los defensores de los derechos humanos