Bernardo Sartier
Píntamelo de verde
A mediados de los sesenta llovía siempre. Y siempre era la semana santa, un paréntesis plúmbeo en nuestras vidas porque a nosotros lo que nos iba -y cómo- era regatear los diez mandamientos, meterles goles, fumárnoslos pecando mucho y bien: en esto, en la calidad de la transgresión éramos auténticos orfebres. Sumisos ante la superioridad docente y el rango paterno, nos liberábamos a sus espaldas blasfemando con una intensidad expansiva y una vocalización propia de tenores profesionales, o, si se prefiere, de hipócritas consumados, pues era ese terreno hacia donde nos empujaban. Nos íbamos a convertir en unos auténticos, cabales y perfectos fariseos. En ese paréntesis intentaban que permaneciésemos el resto del año y sobre todo en aquellos siete días -decían- de prescindir de la carne, rezar mucho y omitir los tacos, y de ser muy buenecitos, lo cual, todo ello, nos la traía larga y ampliamente floja porque niños creciditos sí, pero de gilipollas, lo justo.
Nuestro pelotón de rillotes avanzaba en jolgorio, una cantimplora de explorador colgada uno, otro, un radio casete en la mano. Camino por delante, el plan se había gestado el día anterior cuando en el campo de Domínguez, hastiados ya del fútbol, nos liábamos a hostias sin sangre, marcando el golpe. En ese momento decíamos: "mañana, a las Goteras". En las Goteras, que era como llamábamos al túnel, un ministro despistado se había olvidado las vías y el tren. Y aquella gastroenteritis amnésica permitía un día de expedición inolvidable. Habían horadado la roca y cavado la tierra para el túnel del ferrocarril a Marín, un túnel que desde Ponte do Couto llegaba a Lourizán; un túnel con todas las de la ley, largo, oscuro, angosto, un túnel de película pero sin traviesas ni locomotoras. Ese túnel relicto, minusválido y amputado en lo esencial poseía, sin embargo, todo lo que un túnel que se precie debe atesorar, o sea murciélagos, estalactitas y estalagmitas. Era nuestra cueva de Montesinos particular, un mundo finito pero ilimitado en nuestro aventurerismo amateur. En la caminata avanzábamos hacia él deslavazados. Y a poco del inicio del viático, Trueno Veneno, que iba inmediatamente antes, regalaba un pedo a Militiño, que iba tras él, y como quien no quiere la cosa y sin parar de andar, serio como un inspector de hacienda le decía a Militiño "píntamelo de verde", y Militiño se cagaba en su madre, y Trueno le replicaba al punto "y yo en la tuya", y Militiño contestaba, como en una regueifa "la tuya que es más zurulla". No llegaba la sangre al río.
Por el Pino adelante, antes de la herrería aprovechábamos para azuzar a un pastor alemán al que cabreaban nuestras pisadas de tropa caótica e indisciplinada: le ladrábamos nosotros a él, y él, rabo tieso y gruñido apenas disimulado nos miraba como diciendo "queréis guerra ¿eh?", y entonces el "hijoputa" se lanzaba disparado contra la alambrada fuera de sí. Antes habíamos dejado atrás la casa de los Varela (¡dios ¿Dónde llevasteis el chalet de los Varela?!) y UTECO y el baile del Pino. De repente, cerca ya del túnel, uno de los nuestros sacaba su pirolita y se ponía a matar hormigas, y entonces todos lo secundábamos y, orinando en comandita, orinando a coro decíamos "picha española nunca mea sola", y esa micción patriótica, común y relajante nos hacía soldados solidarios de una causa meona, una causa cercana a la adolescencia deseada. Meábamos pensando en la bandera rojigualda, meábamos como infantes de marina antes de una batalla crucial, meábamos sobre un futuro incierto y desconocido pero sobre el que se proyectaba la certeza de que la vida nos iba a dar hostias hasta en el carnet de identidad.
Casi al final del camino, el hijo del sastre, hasta los huevos de su bocadillo de tetilla y membrillo, lo había enviado de una patada sobre el circundado de la última casa, no sin antes pronunciar aquel ritual eximente mientras besaba el pan: "¡vete con dios!", y lo que seguía, ya digo, era un "punteirazo" certero y cruel, y la vida continuaba porque aunque los viejos estigmatizaban el desprecio al pan ("que ben vos viña una gerriña, que tendes moito vicio", decían) a nosotros, hijos del desarrollismo franquista, ya nos interesaban otras cosas, fundamentalmente la vida nuda, un disfrute hedónico que querían hurtarnos mosenes y milicos. El pan era sagrado, pero en nuestro particular código se conmutaba la pena de excomunión si antes de patearlo recitabas el "vete con Dios".
Luego, al volver, nos topábamos con Peret en la tele, aquel gitano catalán, rumbero de piernas arqueadas, arañando una guitarra y tratando de convencer a Europa de que éramos una potencia, o sea, a más de la reserva espiritual de occidente, unos genios musicales de talento inabarcable. Y éramos una potencia, ciertamente, pero una potencia impotente, atávica y subdesarrollada, en realidad una prepotencia porque aquí malamente había llegado el cartón de leche y las lecheras empujaban sus carros cargados de calderetas Fernández Ladreda adelante, cosa que continuaron haciendo hasta el ochenta y cinco, año en que nos hicimos europeos y en el cual aquellas mujeres trabajadoras fueron señaladas por el dedo de la intelligentsia felipista como un lastre para el glamur de la España nueva que se pajeaba con la transición. Peret en la tele en blanco y negro, patillas de José María el Tempranillo, era para Europa como una de Abbot y Costello, un ridículo amplificado porque nosotros ignorábamos que la estábamos cagando ante el descojone del Benelux y de la Comunidad Económica Europea, que nos veían como una reliquia decimonónica cuyo banderín de enganche era el tricornio, un gorro de torero que el duque de Ahumada calcetó a la benemérita, benemérita que a veces no lo era tanto porque en ocasiones se le iba la mano, como en el caso Almería, donde el Teniente Coronel Castillo Quero hizo una parrillada, utilizando un Seat 127 como combustible, con unos jóvenes que iban a una boda: los había confundido con etarras.
Ya digo que Europa se reía de nosotros a mandíbula batiente, pero nosotros a lo nuestro, que era ponernos en evidencia intentando conquistar a las suecas en Torremolinos, conquista frustrada pero de mucho mérito considerando que, hijos de la ira y del hambre gueracivilista, nuestra estatura media estaba por debajo de la talla de su tetamen. Cuando una sueca se tiraba a un español era porque estaba drogada o fumada, o simplemente se lo follaba por pura compasión, algo similar a esos subidones hormonales de las adolescentes en los que son capaces de coger el muñeco de Mickie Mousse y estrujarlo con su entrepierna. Mickie Mousse éramos nosotros, los españoles, muñecos de trapo para ellas y para Europa, y estábamos tan desnortados que mandábamos a Peret a Eurovisión porque Paquiño Franco, milico con voz de loca de carnaval tinerfeño, utilizaba a Peret como el inseminador de la derechona españolista en la vagina catalana: Franco nunca se fio de la escalibada y una manera de neutralizar sus ácidos era bruñir a Peret y sacarlo en procesión por Eurovisión con su "Canta y se feliz", por más que nosotros fuésemos pobres y tristes y que aquella rumba sonase como el aullido lastimero de un chucho abandonado al que un coche ha tronchado una pierna. Quedamos últimos, como era lógico y previsible, pero luego aun insistimos con Remedios Amaya y su "Ay quién maneja mi barca", que nadie patroneaba y que, para más inri, más que barca era una patera cochambrosa que hacía agua por babor y estribor, por proa y popa y que terminó naufragando en el mar de nuestro subdesarrollo. Una peniña.