Quique Domínguez
Un partido complicado - Un día en las carreras
La prima Mercedes escucha de lunes a viernes a mediodia el programa deportivo de Radio Pontevedra. Aunque no es muy aficionada a los deportes, dice que le entretiene y que es mucho mejor que comer sola. Hace unos días, en una merienda familiar, me comentó algo extrañada pero divertida que los entrenadores (daba igual cuál fuese la disciplina) contestábamos siempre lo mismo, que el próximo partido es importante, que el rival de turno nos va a poner las cosas difíciles,... Me defendí argumentando que las preguntas tampoco acostumbraban a ser demasiado variadas.
A lo largo de la semana pasada, los jugadores y yo mismo nos empeñamos en resultar convincentes al decir que la de Zarautz era siempre una pista complicada, que a ningún equipo le resultaba sencillo ganar allí, que el Amenabar tenía una plantilla muy luchadora, que competía muy bien, especialmente en su cancha y que con un puñado de buenos jugadores eran capaces de derrotar a cualquiera. Además, enfatizamos, ¡el Zarautz se está jugando la permanencia y eso les hace todavía más peligrosos!
Imagino la sonrisa de Mercedes al comprobar cómo una vez más no nos apartábamos ni una coma del discurso oficial. No era, sin embargo, un guión aprendido, no recurríamos a los tópicos. Expresábamos lo que sentíamos. La experiencia nos lo había enseñado. Aquel partido estaba señalado de una manera especial en nuestro almanaque. Era la penúltima salida en el calendario de liga y la mayoría todavía recordábamos lo ocurrido en esa misma pista la temporada anterior. No se olvidan fácilmente las endiabladas galopadas de Balenciaga sorteando jugadores, los potentes lanzamientos exteriores de Aguirrezabalaga y el abultadísimo resultado final en contra; o (para los que todavía no habíamos llegado al Teucro) el apabullante ocho a cero que nos endosaron nada más empezar y que dejó el partido resuelto a los diez minutos. Asi que, estábamos sobre aviso y éramos conscientes del paso enorme que daríamos si conseguíamos ganar allí.
Viajamos el viernes. Nos alojamos a catorce kilómetros de Zarautz (al parecer todos los hoteles del pueblo estaban completos). Entrenamos hora y cuarto en el polideportivo de Oiartzun: una sesión ligera, con algunos juegos con balón, lanzamientos a portería y ejercicios de flexibilidad. El autobús nos llevó de regreso al hotel y tras la cena, unos dimos un paseo, otros se reunieron para jugar a las cartas y la mayoría vieron alguna película o serie de moda .
Por la mañana, después del desayuno, pregunté al conserje dónde podía correr un rato. Caminé a buen paso siguiendo sus indicaciones y tras cruzar una zona de almacenes y naves industriales, algunas de ellas abandonadas, atravesar el puente sobre la autopista y recorrer un breve camino estrecho salpicado de matorrales, llegué sin didicultad al hipódromo, ¡al histórico hipódromo de Lasarte!
Merodeé por la zona, saludé a dos paisanos que hacían su caminata diaria y a varios corredores que pasaron perfectamente equipados. Recorrí con la mirada las instalaciones desde un pequeño alto que hacía la carretera, justo delante de un indicador que señalizaba los campos de entrenamiento de la Real Sociedad. Me detuve en las caballerizas dispuestas como barracones de paredes encaladas, portones azules y tejados rojos; observé los grandes contenedores amarillos rebosantes de pajaza; ví salir a un mozo que silbaba y cantaba a la vez un ballenato, un merengue, una cumbia, no sé, mientras llevaba por la correa a un caballo de paso elegante, pelo castaño y brillantes crines negras.
Seguí andando pegado a la verja que delimitaba el recinto. La mañana era soleada, el calor no asfixiaba y todo parecía discurrir a un ritmo más lento que de costumbre. Dos jinetes montaban sus caballos al trote y se acercaban a un circuito de entrenamiento. Un empleado transportaba una carretillla con palas, rastrillos y otras herramientas. Dudé si colarme por un acceso en el que se podía leer sólo personal autorizado. No lo hice, la entrada abierta y gratuita estaba solo veinte metros más adelante, al girar a la derecha una suave curva del camino.
Me dirigí a las tribunas. Subí las gradas a grandes zancadas y me instalé en lo que parecía el palco reservado a las autoridades. Allí me recreé observando el circuito de carreras. Las pistas parecían una alfombra verde e impecable. En su interior, sobre un recorrido de arena, ocho caballos caminaban al paso, uno detrás de otro sin deshacer la fila india. Algo más apartados, esperando su momento, divisé los cajones de salida y la herradura que señaliza la meta.
Bajo las tribunas descubrí los mostradores de apuestas con sus tablillas separadoras y cartelitos que anunciaban la apuesta mínima a 2€. Imaginé por un momento el ajetreo de los días de carreras, el bullicio que inundaría aquellos pasillos en las distintas épocas, las pizarras con los nombres de los participantes, la ilusión depositada en las papeletas, los soplos, los boletos por el suelo hechos pedazos tras la decepción del resultado no esperado. El verdín en las esquinas y algunas columnas agrietadas no dejaban dudas acerca del paso de los años. Lasarte había conocido tiempos mejores. En las paredes desconchadas colgaban algunas fotografías en blanco y negro. En ellas se podía ver al rey Alfonso XIII llegando en un suntuoso carruaje para la inauguración del hipódromo en el año 1916; estaba también el vencedor del Gran Premio de San Sebastián de 1922; imágenes de la alta sociedad donostiarra de los años treinta y cuarenta del siglo pasado acudiendo en tropel a presenciar las carreras o dejándose ver en sus graderíos abarrotados; había retratos de algunos de los mejores jockeys locales (Beguiristain, Olloquiegui,...) y preciosas estampas al galope de Chacal, Wildsun o Maspalomas, magníficos ejemplares que marcaron una época en el ya casi centenario hipódromo.
No pude aguantar más, pasé por detrás de unos setos irregulares que parapetaban la curva que precede a la recta de meta y ya al otro lado, salté a la pista con el pulso alterado y algo nervioso. Corrí por la recta de enfrente con el oido atento por si desde la otra orilla llegaba el grito de reprobación del encargado. No ocurrió. Mi respiración se normalizó. Pude ir y venir por la pista disfrutando como un niño y comprobando como cada una de mis pisadas dejaba huella en aquella manta verde y perfecta todavía humedecida en las primeras horas del día. Me crucé varias veces con los caballos al paso en su hilera inalterable y corrí en parelelo a un purasangre que trotaba con su jinete subiendo y bajando en su montura como si estuviera en un tiovivo. Como tantas otras veces, sin esperarlo, sin avisar, pero siempre en momentos de placidez y pensamientos algo alborotados, tuve claro el motivo de la charla que dirigiría al equipo justo antes de salir al partido: una de las tareas importantes del oficio de entrenador.
No quise tentar más a la suerte y decidí regresar al hotel. A las doce había citado a los jugadores para el paseo en grupo y la sesión de video. Antes de abandonar el hipódromo me fijé en un pequeño recinto infantil con caballitos de madera de distintos tamaños y formas, y un busto en recuerdo de Lorena que dejó de correr en las pistas y ahora vive para siempre en nuestros corazones.
Por la tarde, el resultado fue favorable, nueve goles de diferencia. En el hipódromo había tenido el convencimiento de que sería así. Lo supe al contemplar bajo la tribuna principal, la fotografía de uno de los legendarios caballos que habían triunfado en Lasarte. Más que galopar, parecía volar, con los músculos en tensión, su cabeza afilada y las cuatro patas cruzadas en el aire. Debajo, en un trozo de papel escrito a máquina, todavía podía leerse su nombre. Se llamaba Todo Azul.