Marta Guirado
Aramburu, el espacio y la luz
El espacio del cuadro está en su marco y más allá. El cuadro es y no es un plano. Entre figura y fondo, la distinción primaria coloca el fondo por detrás de la figura. Ni siquiera en una composición abstracta y plana deja de haber profundidad, porque hay colores y luces que acercan y otros que alejan. Fondo y figura tampoco son absolutos ni simples. Así que en toda imagen hay dos modos de ver alternativos: como el plano que se proyecta en la retina y como el espacio que se recrea en el cerebro.
El dibujante que quiere reproducir lo que ve alterna estos dos modos. Por una parte, mide, acota lo que quiere trazar como si lo que ve o imagina fuese plano, pero hace la crítica inmediata del resultado como algo real en el espacio. Y de esos dos modos hay que juzgar la pintura: como composición de formas planas y como espacio creado.
Este volumen simulado tiene sus propias leyes en el plano del cuadro. Los artistas de todos los tiempos han compuesto sus obras siguiendo ciertas pautas formales. El triángulo isósceles del Renacimiento, la diagonal barroca, la ondulación del Modernismo. La pintura abstracta fuerza el análisis de las formas en el plano, su equilibrio estático o dinámico, sus líneas de fuerza, los puntos nodales, focos, polos, centros.
Pero corresponde hacer otro análisis paralelo en la mayoría de los cuadros, si no en todos. Es el del espacio representado o sugerido. Si la perspectiva lineal crea la herramienta geométrica, el paso siguiente es la perspectiva aérea, atmosférica, que culmina sutilmente con Velázquez, porque un paso más allá conduce directamente a la niebla. Y en otra dirección hay que considerar el espacio vacío absoluto. Dalí y su luz, lunar en pleno día.
Volvamos a nuestro planeta. Los dos aspectos mencionados del análisis formal deben ser tenidos muy en cuenta al examinar la obra de Manuel Aramburu. Aunque Aramburu cultivó el paisaje y el retrato, es en sus cuadros de desguaces donde más se manifiesta su sentido de la composición. Un estudio de su trayectoria muestra una incesante evolución, desde aquel primer "desguace" premiado con la medalla de oro en la Bienal de Arte de Pontevedra de 1975.
Esta magnífica obra, construcción todavía esencialmente plana, inaugura una larga serie temática. Su mejor cualidad es el tratamiento de la materia, la propia materia como forma a narrar. Abstracción con un referente realista en definitiva.
El paso siguiente es la colocación de esos materiales inertes en un espacio impreciso y desolado, reproducción fiel de esos fondos inhóspitos en que se descomponen los barcos muertos. Pero paulatinamente va surgiendo otro espacio. Los hierros, en lugar de morir a la intemperie, se emancipan del vertedero. Se agrupan con otra intención, comienzan a recibir otra luz. Luz de arriba que los hiere en reflejos emocionantes, los separa de la masa informe del caos. Se ordenan y aparece una nueva belleza en ellos. La doble belleza de su formalidad abstracta y de su materialidad palpable. Avanzando hacia su espacio más misterioso, el pecio se sumerge. La fría luz submarina llega de muy arriba. Y la perspectiva aérea del barroco se convierte en la perspectiva acuática, más fantasmal. No es igual la muerte al aire de los desguaces que la tumba misteriosa de los naufragios.
El lienzo, más que en un espacio, se convierte en un recinto. Si Velázquez es capaz de dotar de aire el ambiente que encierra las figuras, Aramburu las coloca, protegidas, en un cofre submarino. Congela su reposo ese hueco sin límites visibles, de fronteras inciertas y por ello inquietantes. Solamente una luz que viene de un distante arriba nos sumerge, también a nosotros, en el misterio.
'Desguace', de Aramburu. 1979