Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte #7: Quisicosa
Mis lágrimas son de cristal líquido. Cálidas y silenciosas, sobre mi tronco se deslizan. Le dan forma. Lo acarician. Lo destruyen. Siembran en él un sinfín de marcas y cicatrices que, como venas abultadas, se retuercen en su descenso hacia el fin. Se perpetúan. Se congelan. Señalan el lugar donde he de desaparecer para siempre. Donde me veré reducido a una mancha informe sobre un fondo de porcelana. Quizá sobre latón.
¿Sabéis quién soy? ¿Qué soy?
Puede que te hayas hecho ya una imagen visual de mi cuerpo. Pero, a no ser que poseas una lógica excepcional, que hayas dedicado a esas once frases un tiempo excesivo y a todas luces ilógico, o que, simplemente, hayas tenido la suerte del principiante, todavía no conoces mi identidad. Por lo que continúo:
Mi aliento es dulce, huele a antiguo y recuerda a tiempos oscuros. Tiempos pasados. Melancólicos para algunos. Siniestros para otros. Pero siempre cercados de insondable oscuridad. Siempre oscuridad. Un olor que, como el viento, transporta respuestas cuyas preguntas se obcecan muchos en no formular jamás. En sumir en lo más profundo del olvido. Hay quien dice que mi cenit inflamado, en lo alto de mi brazo extendido, contiene el poder de traspasar la barrera de los mundos. La frontera por excelencia. O al menos de inducir la magia necesaria. El clima apropiado para que el ritual pueda llevarse a cabo. Pero también dicen que su energía es tan fuerte que no deja de consumirse a sí mismo. Consumirme. Entregarme para que sea pasto de mi propia llama. Y esto último es desgraciadamente cierto. En cuanto a lo otro… ¿Quién soy yo para negar las cualidades que mil hechiceros, nigromantes, encantadores, brujos e ilusionistas me han atribuido a lo largo de los siglos? ¿Quién soy yo para negar su erudición?
¿Sabéis ya quién soy? ¿Qué soy?
Si la respuesta es «sí» comprenderás mejor mis siguientes palabras. Si es «no»… entonces tal vez te parezca un galimatías. O tal vez veas «la luz». Puedo decirte que mi nombre está hecho de cuatro letras.
También dicen, en este caso acertadamente, que mi resplandor es débil y mortecino, y que su halo circular se quiebra ante el más ligero temblor de manos. Ante el efímero soplo de un objeto al moverse. Ante la danza suave y seductora de una cortina y su ventana abierta. Y que tras proyectar las sombras de todos ellos retoma de nuevo su forma original. Siempre retoma su forma. Lo hace porque no puede no hacerlo. Lo hago para protegerte de la oscuridad. Muchos aseguran que las entrañas de mi luz conducen allá donde la vida se desmorona. Que transporta al lugar donde la existencia, ya resignada, baja los brazos en gesto de rendición. Allá donde la vida, consumida y consumada, deja por fin de ser vida.
¿Sabéis ya quién soy? ¿Qué soy?
Sé que la respuesta es un «sí» rotundo. Ni se me ocurriría pensar lo contrario. Pero comprenderás que la mecánica del juego me obliga a seguir estas pautas un tanto ridículas. De todas formas, es mi juego, y por supuesto, nadie te obliga a jugar ni a seguir leyendo. A ti que deseas continuar te diré que, es la vigesimotercera letra del abecedario, y decimoctava de sus consonantes, la que encabeza mi definición.
Hoy, en estos tiempos nuevos de crueldad y progreso, he visto mermada mi condición de «objeto místico» hasta casi la extinción. Mi misterio perdido en algún lugar del camino. Mi alma, por siempre afligida, ya no despierta emociones, miedos, ni sentimientos. Ni siquiera un miserable escalofrío en un niño. Tampoco acaricia a los amantes en la intimidad de su alcoba. Ni excita las imaginaciones de los coloquios de amigos a plena noche. Y por ello se me entristece el corazón. Se desvanece el enigma de mi existencia con cada golpe del minutero. Con cada paso hacia un futuro incierto.
¿Sabéis ya quién soy? ¿Qué soy?
Porque, entre tanto sinsentido, entre tanto navegar en mil y un recuerdos, en perderme en el qué pudo ser y el qué será, siento que ya no soy lo que era. Que ya no sé quién soy. Ni qué soy. Porque ahora sé que no soy nada.
Al menos, estoy seguro de que tú sí lo sabes.
Apenas el culto de unos pocos devotos mantiene viva mi leyenda. Mi luz alumbra los sitios sagrados que todavía se erigen. Una luz, la mía, que aún contiene oraciones y plegarias en su seno. También los rezos y las esperanzas. Que es luz hecha con la fe de los que todavía creen. De los de antes. Y de los que han seguido sus pasos.
Por desgracia «los otros» constituyen la mayoría. Hablo de los insolentes y los despiadados. De aquellos que recurren a mí ante vulgares emergencias y ridículos contratiempos. Y me humillan en un capricho pasajero. En un desfile. En una sorpresa que no sorprende, o en una celebración que no celebra, ni tampoco ilusiona. Y veo con ojos abatidos a mis dulces secretos, enterrados. Desterrados de su protagonismo. Ocultos por siempre a plena luz del día.
¿Sabéis ya quién soy? ¿Qué soy?
Porque yo ya no tengo ni idea.
Ilustración: St.Moony