Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte #11 El libro
Soy un sabio. Porque el sabio no se hace con opiniones, ni puntos de vista, ni supuestas verdades, ni biblias apócrifas, sino con la más pura observación del mundo que lo rodea. Con el humano corazón como único juez. Y mis palabras hieren, como hiere cualquier palabra. Y difieren, como difiere cualquier pensamiento. Y mis dudas forman un mar, que junto con las dudas de todo mortal, forman un inmenso océano de emociones, sentimientos, aflicciones…
Y digo: «Infundidme el respeto hacia el prójimo cuando sus actos me lleven por el camino del odio»
Y digo: «Es tema delicado el que enfrenta los sentimientos de las personas. Cómo se siente uno con respecto a algo no depende solamente de la propia naturaleza de su carácter, sino de las ideas de los que lo rodean. A menudo, sucede a la inversa. Uno siente afecto hacia aquel otro que comparte sus emociones. ¿Justifica esto ciertas cosas, ciertos comportamientos? En mi opinión, un NO rotundo. En alguna parte de mis páginas, tal vez olvidado entre los mil párrafos de mi epílogo, hablo del poder del hábito desde la perspectiva de uno de los antagonistas de una de mis historias. Lo personifico, el hábito, como un ente maligno para que encuadre en el texto, de carácter ficticio. Era más o menos así»
«Hábito: palabra que, por su entendimiento y experiencia personal, extrapolaba su definición con otras como: insidia, o incluso maldad o perjuicio, y que cualquier enunciación benigna que uno pudiese aplicarle sería injusta y engañosa. Sus muchas horas de reflexión le habían llevado a identificar aquello que está mal en su propia vida ―tal vez el Mal en sí mismo― pero que al ser una práctica que uno hace por hábito se llega a creer que es lo correcto, lo más normal del mundo. Incluso más que esa conclusión le atraía la idea de que el hábito anula el pensamiento, la reflexión sobre lo que uno mismo hace en su rutina, en su día a día. Tesis más que demostrada con el interminable problema del tabaco o el alcohol en todas las sociedades de todos los países del mundo. Y es que solo una débil y efímera línea separaba, en su opinión, el hábito de la adición, o incluso de la obsesión, impidiendo que un hombre cabal sea consciente de lo que hace, incluso si eso lo lleva a la misma muerte, o a la muerte de otros»
Y digo: «Un buen ejemplo ese, el fumar, como preludio de otras cosas más terribles. Consumir tabaco es algo perfectamente normal por el simple hecho de ser cotidiano. De ser un hábito propiedad de una multitud. De un grupo abierto. Sin embargo, es hecho demostrado que mata, que consume la vida, que destrozas familias, que rompe en mil pedazos sentimientos y emociones. Y que no solo acelera el fin de la existencia, sino que corrompe su calidad y echa por tierra las pocas posibilidades de que este se produzca de forma serena y natural. Y otro tanto sucede con el consumo de alcohol y otros temas sensibles y comunes en todas las sociedades. Claro que cada vez son más los que alzan su voz para advertir. Minorías valientes y desgraciadamente invisibles. Pero ellos solo tratan de proteger a los de su especie. Protegerlos de sí mismos, porque… ¿qué ocurriría si el hábito hiciese a una de esas multitudes crear una lotería mensual, por ejemplo, en la que el elegido fuese lapidado en la plaza del pueblo a manos de hombres, mujeres, ancianos y niños y posteriormente asado en una gigantesca barbacoa? De acuerdo, estoy exagerando. Y la idea la he sacado del relato que hizo famosa a Shirley Jackson. Pero, ¿acaso no os horroriza el hecho de torturar a un ser indefenso en la plaza de toros de turno? Sí, digo indefenso, porque cuando el perdedor ha sido elegido por el hombre, nada de lo que haga podrá cambiar su triste destino, el cruento final hacia el que se precipitará sin remisión. Y encontrará la muerte entre risas y aplausos. Entre vítores. ¿Qué puede ser más humillante, más sádico? ¿No os escandaliza, acaso, atravesar con mil lanzas el alma de un ser que nada sabe de tradiciones medievales? ¿Qué no comprende lo que le ocurre? ¿El indescriptible sufrimiento que emanan sus ojos, su aliento, su sangre? ¿En serio? ¿Alguno de vosotros se ha parado a pensar por un momento la barbaridad que eso supone? Es un ser ese que, como cualquier otro, como cualquier hombre, solo desea vivir en paz. ¿Por qué pagar un divertimento de unos pocos minutos con la vida y la tortura de alguien que, al igual que vosotros, ha sido puesto para poblar el mundo? ¿No es injusto exterminar una existencia y olvidarlo todo al día siguiente? ¿Qué ocurriría si fuesen los hombres los que hubieren de derramar su sangre sobre la arena para entretenimiento de una especie superior? Y ese ser superior podría alegar en su defensa que no es acto vano, ya que todos han de alimentarse de aquel que se encuentra por debajo en la cadena. Así es la vida. En ese caso, ¿no suplicaría el hombre por una muerte rápida? ¿Por una muerte sin dolor? ¿Acaso la muerte en sí misma no os asusta tanto más por el sufrimiento que por el dejar de existir?»
Y digo: «Por favor, pensadlo»
Y digo: «Alguien me aconsejó una vez: No comas sufrimiento»
Y digo: «Debe recaer la responsabilidad sobre el que tiene capacidad para tenerla»
Y digo: «Sin embargo, el hombre se resiste a aceptarla. Obceca en descender a niveles de aquellos que jamás han tenido y que jamás tendrán capacidad de razonar»
Y digo: «El mundo es un gigantesco bebé. Un eterno pazguato»
Y digo: «Aquel que censura los actos ajenos a menudo no ve la crueldad de los suyos. Es cierto. Y recíprocamente. Y una rueda sin final. Y bla, bla, bla. Y tal vez, un problema sin solución. Olvidémoslo y pasemos a otra cosa»
Ahora descansaré. Protegeré con mi tapa dura mis gastadas y amarilleadas hojas de papel. Son mis pensamientos. Ahogaré los gritos de dolor que acuchillan mi alma desde todas partes de este mundo. Son mis emociones. «No comas sufrimiento» De acuerdo. Tal vez no haya que llevar a extremos esta sugerencia. Me bastaría con ver cómo la cadena natural se sostiene en equilibrio natural. Con las justas injusticias.
Nada más.
Nada menos.