Beatriz Suárez-Vence Castro
Septiembre
Adoro el mes de septiembre. Significa el punto de arranque de muchas cosas: La vuelta a las aulas para alumnos y profesores. Tiene el sabor agridulce de algo bueno que se acaba y algo nuevo que todavía no conocemos, pero que llegará seguro, para que nosotros liberemos toda la emoción guardada en un regalo por abrir.
Empieza el curso educativo, social, político, tras el parón del verano, de la calma que hemos buscado y que se ha ido con él. Ahora volvemos a la rutina, que antes nos parecía odiosa y ahora, necesaria. El día a día plagado de madrugones y agendas que parecen imposibles, pero también el olor a libros nuevos y gomas de borrar, el calor agradable de la primera chaqueta que empieza a hacer falta. El sol se ha suavizado, no quema tanto y puedes disfrutarlo de frente, con los ojos cerrados. En los parques, la hierba mojada y húmeda se cubre de hojas secas de color dorado, que desprenden los árboles y, a las plazas, vuelven los castañeros con sus máquinas de colores que van soltando olor a otoño. Comienza la vendimia. Los amigos se reúnen en torno a un Magosto. Algunos de los míos aprovechan para celebrar sus cumpleaños y disfrutar juntos el veranillo de San Miguel.
Se hacen los mismos propósitos que en Año Nuevo pero sin tanto frío: el gimnasio, los idiomas, el carnet de conducir, dejar de fumar ahora, para no tener que congelarte cuando llegue diciembre y no haya más remedio que salir de la oficina para hacerlo. Septiembre es mes de proyectos y de ilusiones. Si te gusta viajar y tienes días libres, cualquier destino es más asequible.
Mi amiga María odia este mes. Jamás entendió esta fascinación mía por septiembre. A ella la ataca una melancolía tremenda, porque lo ve como el final del verano, que tanto le gusta y el comienzo del invierno, y del frío, que tan mal aguanta. Pero he logrado convencerla de que no es lo uno, ni lo otro. A mí me gusta precisamente por eso, porque significa el término medio, la transición. Es tierra de nadie, con todo.
Aún no necesitamos los abrigos y, si bien es más difícil poder bañarse en el mar, los paseos por las playas, casi vacías por la tarde, cuando los niños aún no tienen deberes, están convirtiendo a María a la religión septembrina de los adoradores del otoño. Refunfuña menos y empieza a gozar más de él, aunque aún no lo reconozca. Sabe que la nostalgia del tiempo cálido da paso enseguida a los días de manta, sofá y película, al final del día, después de trabajar; a los cafés en buena compañía, mirando por la ventana las primeras lluvias.
Los cinéfilos y amigos de los libros estamos de enhorabuena y recorremos con un placer inmenso las carteleras, buscando estrenos que nos hagan perdernos en la oscuridad de las salas para descubrir historias nuevas y las estanterías de las librerías, como niños en una tienda de golosinas.
Para mí, el otoño significa retomar los recreos de media mañana con mi amiga Marta, en el piso alto del Café Savoy, poniéndonos al día después del verano, disfrutando de una vista privilegiada de la Herrería, con un Cola Cao caliente y sonrisa de oreja a oreja en nuestras caras como si volviésemos a tener siete años y nos reencontrásemos con ese compañero de colegio, que no hemos visto durante las vacaciones y que tanto echábamos de menos. Abajo, en la Plaza de la Herrería, aún hay grupos de turistas que escuchan como la guía les habla del Convento de San Francisco y de la Plaza de la Estrella, umbral perfecto del casco viejo, del que saldrán deseando volver.
Ellos descubren la ciudad tranquila que ven por primera vez. Yo, la redescubro, tras un tiempo alejada y, como en esas relaciones de las que reniegas y reniegas pero en el fondo, sabes que si no está el otro, vas a sentir invariablemente su ausencia, vuelvo a enamorarme de Pontevedra. Y esto me pasa siempre que vuelvo. Siempre en otoño.