María Jamardo
Democracia Low Cost
“El mundo está lleno de estadistas a quienes la democracia ha degradado convirtiéndoles en políticos” (Susan Sontag)
La crítica a la democracia es un tabú en las sociedades modernas. Basta comprobar el escaso impacto que causa la abstención significativa en cualquier convocatoria electoral. Quizás porque se entienda que quienes eligen no participar en unos comicios, lo hacen como resultado de una elección personal libre – que por lo tanto reduce su cuota democrática activa al cumplimiento de la ley y el no menos obligado pago de impuestos – o desde la interpretación de que el ciudadano que no ejerce su derecho al voto confía en el criterio del resto de semejantes a quienes atribuye la delegación implícita de decidir sobre la mejor opción política (de entre las posibles) para la gestión de los problemas comunes.
Analizando datos recientes, la participación democrática (incluso en convocatorias decisivas) queda referida en las sociedades actuales a una mera ecuación: el hecho de que se traduzca en lo ordinario a la convocatoria de los ciudadanos a urnas una vez cada cuatro años, déficit muy propio de la inmadurez Política; y, la cuota de la abstención que cuando afecta a una mayoría (o se aproxima) hace desaparecer de facto la esencia misma de la democracia representativa o, al menos, es síntoma preocupante de la falta de viabilidad de un proyecto político, entendido no como propuesta ideológica concreta sino como modelo estructural sostenible en el tiempo.
Si se produce un empate técnico entre quienes sienten la necesidad de formular su elección frente a los que no encuentran motivación alguna para participar de forma activa utilizando el mecanismo que les permite hacerlo, quizás no existe un consenso mínimo (ya no en el sentido del voto) sobre la dirección. Este escenario aglutina una carga de información sustancial que debería tenerse muy en cuenta a la hora de confeccionar un juicio crítico, lógico y de valor.
La Democracia es fruto de una actividad política abierta, en constante evolución, perceptible, exigente y ambiciosa en su apuesta por cánones de convivencia que emanen de un voto real y maduro, no entendido como un mero derecho sino como un verdadero deber (no impuesto); porque acción y decisión van indisolublemente unidas a responsabilidad. Actuar implica responder a las necesidades de un proyecto común y no responder equivale a no tener identidad; y, sin identidad ni hay verdad, ni hay política, ni hay democracia.
Igual de democráticamente nocivo es el hecho de considerar el apoyo con el voto activo a candidatos y formaciones que han evidenciado su absoluta falta de palabra frente a lo prometido. El triunfo de embaucar en una ilusión sentimental sin recorrido a todo un pueblo, apelando a su esperanza y buena voluntad para terminar actuando en sentido contrario a lo previsto es un engaño, por desgracia, consentido con demasiada frecuencia (al menos en el entorno latino, porque la experiencia anglosajona demuestra que es causa suficiente para la inmediata muerte política).
La clave es la pérdida de la dimensión moral de la mentira en un camino que parece el único válido para obtener resultados favorables. Es decir, resulta socialmente asumible una democracia basada en la escasa participación ciudadana, el amplio control burocrático y la corrupción política manifiesta. Una democracia desnaturalizada en sus mínimos. Una democracia low cost.
Desear la verdad y apostar por la transparencia y, además, considerar las propias responsabilidades implica la ineludible obligación moral de participar (o no) sopesando las consecuencias. Pero, en todo caso, por higiene democrática a no regalar el voto por acción u omisión a quienes hayan incumplido sustancialmente su programa electoral o a quienes apelando a una democracia que no es tal, pretendan en base a promesas absurdas expropiarla para adueñarse de ella y aplicarla a su manera.