Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte #16: Hallazgo asombroso (II)
Quisiera hablaros de mi hallazgo. Incluso desde mi perspectiva es algo asombroso, inaudito, increíble. ¿Podréis creerme? Espero que sí. Pero antes, es mi deber revelaros el camino recorrido, si acaso sirva este para infundir credibilidad a mi relato. Si no habéis leído la parte anterior, os recomiendo encarecidamente que lo hagáis: La voz de lo inerte #15 Hallazgo asombroso.
Permanecí largo tiempo en esa horrible tabla sumergido en el silencio y la tenue oscuridad. El resplandor, viniera de donde viniese, no parecía extinguirse nunca y de vez en cuando se escuchaba el carcomer de alguna alimaña o el arañar de algún roedor. Incluso me pareció escuchar pasos lejanos en las alturas. Tal vez el rechinar de la misma construcción o la acción del viento sobre los ventanales. No lo sé. Pudieron pasar meses o incluso años hasta que mi salvador apareció.
¡Ah! ¡Las alturas! ¡Qué prodigioso misterio hallaba uno si alzaba la vista en vertical! ¡Qué remolino brumoso se perdía hacia la cumbre de aquella espectacular torre! Porque estaba atrapado, entonces lo supe, en la base de una de las gigantescas y puntiagudas torres que había visto minutos atrás desde los cielos. Las escaleras y las balaustradas de madera milenaria giraban en su enloquecido ascenso, semiocultas en las sombras, empequeñeciendo a medida que se perdían en las alturas. Atravesadas estas de los rayos de luz procedentes de los ventanales que solo desde fuera había podido ver. Una luz amarillenta, tenue y mortecina, pues se trataba de los últimos destellos de la tarde. Agucé al máximo mis sentidos… pero nada pude ver en aquella impenetrable galería. ¿Alguna vez habéis estado bocarriba tanto tiempo que las perspectivas terminan por volver loco a tu cerebro? Yo sí. Miles de horas, y puedo deciros que es un efecto extraño. Por momentos incluso pude sentir en mi estómago el cosquilleo que siente uno al asomarse a un abismo.
Tal era el modo en que pasé lo que muchos llamarían eternidad. Escrutando los misterios. Observando aquella negrura desvanecerse para regresar con más fuerza pasadas unas horas. Y una vez. Y otra. Y mil más.
¡Ah, mi salvador! ¡No me he olvidado de él!
En realidad, salvadora. Una cucaracha.
Mecido por su torpe avanzar llegué al final de la estancia, donde las lenguas de luz retiraban provocadoras sus dedos a las profundidades de los sótanos. Había alcanzado unas escaleras. Y cuál fue mi sorpresa al toparme allí con diferentes corrientes de aire. ¡Se me hubiese colmado el corazón de alegría si tuviese uno! Los escalones eran de piedra. Estaban mohosos y húmedos, plagados de telarañas con sus inmutables centinelas, que no es que se muevan mucho, pero que podrían ayudarme a escapar en un momento dado. También había otras muchas clases de insectos y criaturas y… ¡válgame Dios! ese parecía ser un punto frecuentado por los seres de rojizos y malvados ojillos. ¡Las ratas!
A lomos de una de ellas descendí al primer sótano. La putrefacción era muy intensa y el silencio más y más profundo cada vez. Sin embargo, aquella luz, aunque indeterminada, parecía provenir de allí abajo.
Continué sin vacilar.
Por el sonido de borboteo descubrí que un hilillo de agua descendía por los escalones a mi lado. No pude determinar su origen, pero al ser consciente de su existencia y ayudado por los destellos anaranjados de luz pude ver sus tonos negros y azulados debajo de mí. Y al aguzar el oído percibí el chapoteo producido por las patas del animal. Descubrimiento, que me llevó rápidamente a otro y a otro hasta crear una realidad a mi alrededor, gracias a la cual ya casi no me hacía falta la vista. Las cosas mejoraban. Me acercaba cada vez más. ¿A dónde? No podía saberlo. Ni tampoco por qué me sentía tan atraída a descubrirlo. El caso es que me alegré mucho al darme cuenta de que mi rata y yo no viajábamos solos por esas escaleras tenebrosas, sino que formábamos parte de un numeroso rebaño de roedores que, por fortuna, avanzaban en todas direcciones. Mayormente hacia arriba y hacia abajo, pero también iban a la derecha, izquierda y todos los puntos intermedios. De ese modo, me sería fácil dirigirme a donde quisiese.
En pocos minutos llegué al final de ese primer tramo de escaleras. Habíamos descendido muchos metros y el aire estaba enrarecido. ¿Pero qué me importa a mí eso? El caso es que mi rata tenía la intención de seguir descendiendo, así que salté a lomos de otra que se dirigía a ese primer sótano. Tomé la decisión al comprobar que las lenguas de luz procedían de allí. ¿Acaso me estaban atrayendo hacia su origen? ¿A mí que apenas existo a los ojos de los seres vivos? Pensé en ello a medida que penetraba por una galería estrecha, también de piedra, donde las lenguas retrocedían lentamente por los arcos que conformaban el techo a cada paso que daba mi transporte animal. Miré atrás justo antes de doblar la esquina. La oscuridad arriba era tupida, como un muro hecho de la misma piedra que las paredes. ¿En serio acababa de pasar por ese lugar? Me avergüenzo de haber tenido esos pensamientos después de todo lo que he pasado. No me hizo falta saltar de un animal a otro porque solamente había una dirección hacia la que se dirigía el pasadizo. Hacia dónde mi rata, ahora solitaria, me conducía sin pérdida de tiempo.
Llegué a una habitación iluminada. No había más a donde ir.
Y en el umbral de la puerta me quedé mientras el despreciable roedor examinaba con sus rojizos ojos los restos de un esqueleto humano y olisqueaba el aire girando la cabeza en todas direcciones. Yo también lo examiné, justo después de echar un primer vistazo al cuarto para asegurarme que no había nadie.
Nadie vivo, me refiero.
La luz procedía de una vela. Estaba aferrada por su propia cera a la palmatoria que la contenía como las raíces rastreras de un árbol. La llama oscilaba por momentos, por lo que estaba claro que existía una débil corriente de aire. También con eso expliqué que las lenguas avanzasen y retrocediesen por el pasillo como dotadas de vida. ¿La procedencia de esa corriente? No pude adivinarlo. Lo que estaba claro era que no provenía del pasadizo ni de las escaleras. Tampoco pude explicar que las lenguas llegasen a la antesala más que la existencia de otra vela o candelabro situado en alguna parte. Tal vez hubiese pasado por alto su ubicación en mi descenso al mezclarse los destellos de ambas fuentes de luz en algún punto concreto. Pensé que tal vez hubiese muchas luces. No era un gran misterio. Seguí mi examen: La habitación era pequeña y estaba forrada de una madera dorada que parecía burlar los años con su esmalte brillante y con sus vetas rojas. ¿Qué era aquel lugar? ¿A quién había pertenecido? Los únicos muebles eran un escritorio, sobre el cual estaba la mencionada vela, una silla desvencijada y una cama de la cual solo quedaban los hierros y muelles oxidados del somier. ¿Y quién era ese hombre o mujer y qué había ido a buscar allí? ¿De qué había muerto? ¿Podría tratarse del residente de esa extraña habitación? Pronto descubrí que no. Y lo hice al leer el fragmento de papel que encontré en su mano.
Esa persona había ido a buscar una respuesta.
Era una nota manuscrita y su caligrafía era delicada y elegante. Decía lo siguiente:
«Existe un hombre sabio atrapado entre dos mundos. No está vivo, ni tampoco muerto. Y tal circunstancia le permite escrutar secretos de otro modo inescrutables. A veces terribles. A veces esclarecedores. Él asoma su cabeza y sus ojos vacíos se llenan de oscuridad. Su envejecida piel se desgaja en finos fragmentos, que como papeles, vuelan hacia el otro lado. Y se consume su carne. Y se descubren sus huesos. Resplandecerá entonces su alma eterna para cegar tus ojos. Y latirá su corazón inmortal para inundar tus oídos. Con la sensación de que no ha pasado ni un solo segundo regresará. Es entonces cuando obtienes tu respuesta»
Amigos míos: no sé si este relato tendrá continuación, ya que de nuevo me hallo atrapado en este lugar. Mi rata se ha ido y ningún ser viviente parece haber osado penetrar en esta habitación. La vela no se consume, pero alumbra. La quietud es absoluta.
Espero veros el sábado próximo.