Beatriz Suárez-Vence Castro
El saco de Papá Noel
Aluvión de anuncios, luces y campanas. Se acerca la Navidad.
Para las familias católicas, son fechas con un sentido religioso y familiar. Para la demás, simplemente familiar (incluyo a los amigos, que son nuestra familia elegida). Para todas, especialmente en aquellas que hay niños, es una especie de exaltación del consumo.
Ya que no podemos salir de la rueda de compras y más compras, lo que sí podemos es intentar que sean más justas. El Comercio Justo no es solo una etiqueta. Es una necesidad vital y una toma de conciencia.
Tenemos la impresión de que somos marionetas y que una mano gigante maneja la cruceta, enredándonos, sin que podamos hacer nada para cambiar este mundo de locos. Pero sí que podemos. No solamente votando en las elecciones, que este año coinciden con el periodo navideño, si no en las acciones diarias.
En las compras, tanto diarias como festivas, podemos acudir a la tienda del barrio, a las asociaciones benéficas y mercadillos artesanos; huir un poco de los grandes neones, porque tienen algo de hipnótico y, si los miramos mucho tiempo, entraremos en la gran superficie que coronan, con el riesgo de quedarnos prácticamente a vivir allí, obnubilados con el frenesí de gente que va y viene con productos y más productos fabricados a gran escala.
Igual que observamos las etiquetas de la ropa para ver su composición o las instrucciones de lavado, podemos fijarnos en su lugar de fabricación. Apostar por productos locales y no colaborar con aquellas marcas que en pleno siglo XXI siguen sometiendo a sus trabajadores, en fábricas de países pobres, a un régimen que no llaman esclavitud porque han olvidado el auténtico nombre de algunas cosas.
¿Cómo saber cuáles son esas marcas? Informándose. De la misma manera que nos interesa el resultado de un Madrid-Barcelona, también puede interesarnos saber que en abril de este año se ha cumplido un vergonzoso segundo aniversario: El derrumbe del Edificio Rana Plaza en Bangladesh, una fábrica textil que no reunía las condiciones mínimas de seguridad para los trabajadores. Mil muertos y dos mil heridos. Vergonzoso por lo que sucedió y porque a día de hoy se siguen pisoteando los derechos de los trabajadores del país como si nada hubiese pasado. Las indemnizaciones no les han dado ni para medicamentos. Es mentira que no podamos cambiar el mundo, pero es más cómodo pensarlo. Podemos no colaborar en empobrecer más al pobre.
Tenemos también alternativas a las comilonas pantagruélicas: Podemos compartir. No se trata de ponernos a recortar, porque de recortes ya estamos hartos. Es normal darse un capricho y dárselo a los que más queremos, pero esta actitud es perfectamente compatible con recordar que el mundo no se acaba esta Navidad y no vamos a necesitar provisiones como para hacer frente al Apocalipsis. Un buen ejemplo, lo tenemos con la Peña pontevedresa Finoca, que desde el año 1990 dona una cesta en estas fechas al Comedor de los Padres Franciscanos. Los taurinos también tienen su corazoncito, aunque el toro no piense lo mismo.
En las reuniones de amigos y las cenas de empresa, se está empezando a instaurar la costumbre de poner una hucha a voluntad, para acordarnos de que hay gente que sigue pasando hambre. No me parece lo ideal, pero al menos es una invocación al "sentidiño" que se nos va fácilmente con un plato de ostras delante.
Yo no estoy "libre de pecado" y el turrón de chocolate consigue más veces de las que quisiera anular toda esta conciencia social. Humana soy, al fin y al cabo.
Como siempre, en un término medio encontramos la manera más justa de encarar las Fiestas: Disfrutar y repartir un poco de todo lo que disfrutamos. Y dar ejemplo a las nuevas generaciones para que construyan un mundo mejor.
Parece que los niños son destrozones por naturaleza, y sin embargo, yo creo que tienen la capacidad de arreglar muchas cosas que los adultos rompemos. Esa esperanza es lo que nos queda.