Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte: #18 La buhardilla
Si volvemos la vista atrás, exactamente siete días, podremos visualizar a nuestro misterioso personaje, convertida ahora en una bella y joven mujercita. Al pie de unas escaleras de caracol de vieja madera, vela en mano, cubría su desnudez con una mantilla de lino, tal vez de algodón, y nos mostraba un rostro iluminado por la cálida luz del día que, como velo ardiente, dejaba caer sus rayos para que se derramasen sobre su piel y sobre su pelo. Esta es la cuarta entrega de las cinco que conforman la pequeña serie de terror y fantasía iniciada el siete de noviembre. Recordad. Todo comienza en: La voz de lo inerte #15 y #16 (Hallazgo asombroso I y II) y continúa con La voz de lo inerte #17 (Hacia lo alto de la escalera) para concluir el sábado próximo con La voz de lo inerte 19# (El reflejo de los muertos).
Me gustaría que os preguntaseis una cosa: ¿Quién nos susurra al oído? ¿Qué personaje inerte protagoniza este fantástico viaje?
Caminé de puntillas casi todo el trayecto. No porque no quisiera hacer ruido, ni por causa del miedo, sino porque me gustaba hacerlo. ¿Cómo dar una mejor explicación? Me sentía bien. Es todo. Y ni en todos los eones habidos y por haber hubiese imaginado la delicadeza de la brisa sobre mi piel. Las rachas fuertes y a la vez suaves agitando mi pelo sobre mis hombros y mi espalda. ¡Ah, la vida y sus dulces y breves momentos!
Llevaba ya un buen trecho recorrido. La altura era considerable. Y ni por un momento dejaba de seducirme esa calidez extraordinaria de la madera sobre la planta de mis pies, en el breve pero intenso instante en que me elevaba sobre mis dedos pulgares y ladeaba mis caderas. Primero a la derecha. Después a mi izquierda. Podría continuar de ese modo por toda la eternidad. El caso fue que había dejado la vela atrás, con su palmatoria y sus raíces de cera derretida, en un recodo de la escalera más abajo, pues a esta altura ya no tenía necesidad de ella. La luz era brillante, dorada, esplendida y portentosa y me regalaba su inagotable fuente de calor y bienestar. Era un calor diferente a cualquier cosa que uno pueda imaginarse. Era más como… como un abrazo. ¡Qué cosa tan normal para vosotros! Pues así era, como una caricia protectora, rebosante de amor y ternura. La había apagado aplastando la llama con mis dedos, hablo de la vela, con la idea de tomarla a mi regreso. Lo cierto era que no sabía si podría abandonar este paraíso extraño y acogedor. Si querría. ¿Quién iba a impedirme permanecer la eternidad entera en este precioso lugar si quisiese? ¿En este lugar de ensueño? Supuse que nadie. Y al proyectar un momento la vista hacia abajo me sobrecogí. Tuve miedo. Pero solo fue un instante antes de elevarla de nuevo a mi destino, tan lleno de luz y esperanza. ¿Qué me esperaba ahí arriba?
Sin embargo, ese vistazo quedó cincelado en mi mente como una advertencia terrible. Como una imagen residual entre mis ojos. ¿Qué ocurriría al volver? Y si antes lo sospechaba, entonces estuve segura. La oscuridad palpitaba desesperada ahí abajo, deseosa de poseerme, de capturarme. Y al aguzar el oído la escuché gritar. Llamándome y prometiéndome una venganza segura si no acudía de inmediato. Y aunque segura de que esos pensamientos, esos temores, no eran los míos, volví la vista abajo, con desdén. Miré de hito en hito a la cara de las tinieblas y le sonreí. Para desafiarlas. Porque no pude no hacerlo. ¿Acaso la transformación que había comenzado en los sótanos todavía continuaba en proceso en las entrañas de mi cerebro? ¿Había de convertirme por fin en el ser que habitaba este cuerpo?
«Búscale»
¡Ah, la voz imperiosa! ¡Ya casi la había olvidado! Y con su tono grave y familiar me dejó claro que tenía un objetivo que cumplir. Una misión. ¿Y después qué? me dije, pues todavía podía controlar cierta parte de mis capacidades. Nadie me respondió más que otro pensamiento. Uno surgido del mismo cerebro. «Nada importa más que la misión. Solo tienes que seguir ascendiendo. Recuperar el mensaje».
Y así lo hice.
Pero al arrancar en carrera pisé mi propia mantilla y esta salió volando. Alcé la mano en un impulso que casi me hace caer, intenté alcanzarla estirando las manos, los dedos. Ya era tarde. Por lo que solo pude ver cómo descendía lentamente inundada de blanca luz, retorciéndose desesperada en dirección a la siniestra oscuridad. «Parece saber lo que le espera», me dije. Y en verdad gritaba de consternación al tiempo que el agujero negro abría los brazos, sonriendo y esperando a que la presa cayese sin remisión en su tela. Por mi parte, la luz en ese punto de la torre era más potente y abrazaba todo mi cuerpo, ahora desnudo, contrarrestando la falta de la manta con su calor y su esperanza. ¿Esperanza? Pero no importa. Seguí de puntillas, contoneándome con gracia, ascendiendo cada escalón como objeto de un millar de miradas curiosas. «Pero aquí no hay nadie». ¿O sí? La sensación me gustó bastante.
«Búscale»
Y era cierto. Tenía que buscarle. Así que eché a correr. Subí a toda prisa los escalones de dos en dos agarrándome a la barandilla, impulsándome también con los brazos. Sintiendo la brisa, un poco más fresca ahora, paseando sus dedos por mi vientre y la parte baja de la espalda. ¡Me hacía cosquillas! ¡Era muy agradable! Muy… ¿Cómo expresar esa sensación? No importa. Apuré todavía más sin temor a caerme, golpeando fuerte la madera con mis pies, pisando ahora completamente, coleteando el pelo contra mis hombros y mi espalda y riendo con picardía. No sabía muy bien qué me estaba ocurriendo, pero sí que las sensaciones humanas tienen siempre una fecha de caducidad. Que hay que disfrutarlas cuando se presentan. Y yo, por alguna razón desconocida, había sido elegida para buscarle. ¿A quién buscaba? ¿Cómo había muerto? ¿Quién me había matado?
Esos pensamientos me frenaron de pronto. De detuve, jadeante, doblada sobre mí misma. Aferradas mis manos a mis rodillas y con un pinchazo, como aguijón envenenado, acompañando cada uno de los latidos de mi corazón. ¿Cómo he muerto? ¿Quién o qué me ha matado? La duda me corroía las entrañas, me clavaba sus garras como fiera enjaulada en mi interior. ¡Me hacía daño! ¡Mucho daño! Desesperada, reanudé la ascensión sin detenerme. Corrí y corrí gimiendo y gritando y a la vez recreándome en el sonido de mi propia voz. ¡Qué contradicción! ¡Qué locura! Seguí escapando de… ¿De qué demonios estoy escapando?
Pero no había tiempo para eso. Seguí avanzando, corriendo, ascendiendo, con el corazón golpeando fuerte contra mi pecho y mis costillas. Viendo el cono de la edificación estrecharse ante mis ojos desorbitados, cada vez más y más estrecho, pero sin llegar a alcanzarlo nunca. Comencé entonces a sentir los envites del viento sobre las paredes de madera a ambos lados, eran como gañidos lejanos y terribles, pues supe, los férreos muros de piedra habían quedado muchos metros más abajo, enterrados en la oscuridad. Recorría ahora un cascaron endeble de madera y cristal envejecido. Pero… ¿estaban las tinieblas persiguiéndome? ¿Avanzando escaleras arriba? ¡Qué tontería! Me detuve un segundo y agucé los sentidos. Temblorosa. Mirando atrás una y otra vez.
Enfocando y desenfocando mi visión. En efecto, podía sentir cómo la torre oscilaba levemente. Cómo se retorcía. A veces más fuerte. De un lado a otro. Crujiendo y emitiendo pequeños lamentos, como si me quisiese advertir que debía apresurarme. ¡Que tenía que darme prisa! ¡Que la oscuridad pronto me daría caza! Esperé un segundo más. Estaba exhausta. Aterrada. También retemblaban los cristales en alguna parte, repiqueteando sobre mi cabeza. Nerviosos. Impacientes por verme correr hacia mi salvación. Lo hice. ¡Vaya si lo hice! Y en mi frenesí miré hacia arriba. Vi con desaforada alegría la buhardilla a unos pocos metros sobre mí. Dibujada en lo alto. Era una pieza hecha de madera más oscura, como llena de humedad y podredumbre, estrecha y puntiaguda en lo más alto de la torre. Pero no había ya vuelta atrás. Subí más despacio el resto de las escaleras hasta llegar a la entrada. No tenía apenas fuerzas y me agarré al pasamanos para descansar. No era fiable, y amenazaba con arrojarme traicioneramente al vacío, así que la solté asustada. Miré a mi alrededor. Era ese un recodo rectangular en el que me hallaba, justo debajo del cuarto, donde apenas llegaba la luz. Sentí el frío penetrar mi piel. También un miedo más intenso.
«Apresúrate», parecían querer decirme los objetos circundantes. Pero yo solo pensaba en el frío. Ese extraño frío. ¿Con qué iba a cubrirme ahora más que con mis propios brazos? Tenía que entrar de una vez. Arriesgarme a que se desplomase conmigo dentro, en dirección a la oscuridad. ¿Qué otra opción me quedaba? Ninguna, por supuesto. Vi que para acceder al habitáculo existía una escalerilla vertical que terminaba en una trampilla. La subí vacilante, con brazos y piernas temblorosas, mirando de reojo la pequeña y oscura mancha al fondo del abismo. Avanzando a toda prisa. Emitiendo extraños y finos sonidillos. Sin duda esperando que cayese en sus brazos. Pero no me caí. Y al empujar la trampilla con mis manos esta no ofreció resistencia y accedí.
¡Ah! ¡Qué grandísima felicidad!
En siete días, amigos míos, este relato llegará a su fin. Espero que, cuando el momento llegue, no tenga yo que afrontarlo en soledad. La voz de lo inerte 19# (El reflejo de los muertos) tendrá lugar aquí, en lo alto de esta torre el sábado próximo. ¡Hasta entonces!