Beatriz Suárez-Vence Castro
La niña de Munch
El museo Thyssen- Bornemisza de Madrid, alberga actualmente la exposición titulada Arquetipos, del pintor noruego Edvard Munch, al que conocemos principalmente por el cuadro El grito.
Supera Munch con creces el tópico de nórdico frio, y envuelve las estancias de sentimientos puros: melancolía, amor, vitalismo, la emoción ante la muerte o la contemplación de la figura femenina. No hay rasgos definidos en los rostros de Munch, porque aparecen arrasados por la fuerza del sentimiento que expresan. Las miradas son extraordinariamente potentes y cuando no retrata la mirada, es la postura del cuerpo lo que refleja la tensión, aun estando sus modelos situados de espalda.
Quizá los sentimientos más fuertes que sacuden al ser humano son, además del amor, los que experimenta cuando sucede en su entorno cercano un nacimiento o una muerte.
De entre la montaña rusa de sensaciones que Munch pone en funcionamiento con cada uno de sus cuadros, la que a mí me ha resultado más sobrecogedora, además de El grito, es una obra titulada La niña enferma. Es una curiosidad en el conjunto de su obra, porque supone el acercamiento de Munch al expresionismo, una experimentación que lo aleja de su anterior pintura, que sigue la corriente impresionista.
La niña enferma es una composición simple de dos figuras solamente, situadas en un plano casi paralelo, que adivinamos madre e hija. El rostro pálido de la niña sobre la almohada, mira ausente y debilitada por la enfermedad, a la madre que se encoge, devastada por el dolor, y se inclina sobre el cuerpo de su hija.
Consigue reflejar todo el universo que cabe en la habitación de una persona enferma. Toda la intensidad de un momento cotidiano y doloroso.
La textura, gruesa, logra crear una sensación casi carnal, como si el espectador, pudiese en ese momento, tomar a la niña de la mano, igual que hace la madre. O, por el contrario sienta deseos de apartar la vista de la escena, para no inmiscuirse en un instante tan intenso de intimidad familiar.
Fue una obra importante para el pintor, puesto que realiza seis versiones pictóricas de ella y varios grabados. No fue bien valorada en su primera exposición pública en la que se critica su "aspecto inacabado".
De las distintas versiones realizadas, son cuatro las que puede ver el visitante de Arquetipos: Oleo sobre lienzo, punta seca sobre plancha de cobre y dos lápices litográficos, bellísimos, uno en dos colores sobre papel vitela y otro en papel Japón blanco en el que predomina el rojo vino y que parece dotar a la composición de una fuerza mayor que la conseguida al óleo. Las dos reflejan únicamente a la niña de medio cuerpo para arriba, y se centran en la expresión del rostro, extrañamente sereno en su sufrimiento.
Munch perdió a su madre siendo muy niño y posteriormente a su hermana Sophie, de quince años, debido a la tuberculosis. Esta obra parece tener como raíz tal recuerdo.
En su elaboración empleó especial cuidado y luchó con el cuadro hasta conseguir el efecto deseado, llegando a marcar surcos sobre su superficie con el mango del pincel para lograr una señal como de cicatriz. "Trabajé para lograr la expresión", afirmó el propio autor, que llegó a decir que casi todo lo que hizo a partir de entonces (1927) ,tiene su origen en esta pintura.
Contemporáneo del escritor Henrik Ibsen, al que admira y con el que comparte nacionalidad, Munch, recibe a la muerte del dramaturgo, el encargo de realizar decorados teatrales como homenaje al autor fallecido.
Es la primera retrospectiva del artista que se celebra en Madrid desde hace treinta años, siendo el Thyssen-Bornemisza el único museo español que alberga obras de Munch en su colección permanente, como es el caso de otro cuadro: Atardecer, especialmente atractivo también por la expresión del personaje femenino que aparece en primer plano.
La muestra se podrá contempla en el Thyssen hasta el 17 de enero del 2016.