Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte #20: La pluma y el mago
Es esta una historia cuyo corazón conforma el relato breve publicado el 15 de agosto de este año como: La voz de lo inerte #10 (La pluma). En realidad, ha sido este corazón el que, reivindicando las costumbres y sutilezas de una época dorada, no solo para la literatura de España, sino para el resto de países del mundo, se ha expandido en todas direcciones, desempolvando los retazos de papel y tinta a la luz de una vela que nos mostrará hoy cómo ha sido este objeto inerte dotado del más maravilloso de los milagros, que es la vida. Así pues, se trata de un efecto retroactivo, ya que, sin la existencia de este testimonio nos sería imposible conocer ahora los detalles de su antecedente. Y la fuerza motriz es la magia. Una magia procedente del alma de un ser fabuloso. El coprotagonista de esta historia que os traigo: el mago. Espero que os guste.
(I) El mago siempre quiso sonreír. Sonreír sinceramente. Sonreír de verdad. Y no viéndose capaz de hacerlo, ni sabiendo en qué emplear su poder ni su eterna disposición del tiempo, decidió aplicarse a la profunda observación del habitáculo en el que se encontraba. Su lugar preferido. Y es que solo el aburrimiento osaba templar sus nervios de acero. Solo el lento pasar de los siglos y la vacuidad de su existencia inmortal doblegaban su infalible magia. Así que lo observó todo por enésima vez. ¿Qué podía encontrar que llamase su atención? ¿Acaso era posible escapar a la implacable avidez de sus ojos? No lo creía. Sin embargo, y no teniendo nada mejor que hacer, observó. Objetos de alquimia dispersos en un orden que solo él acertaba a encontrar henchían el cubículo junto con otros cuya aplicación se había esforzado en olvidar. Burbujeantes probetas llenas de vida en sus más recónditas formas. Calderos ardientes hirviendo y humeando por toda la eternidad. Bolas de cristal. Pergaminos mágicos. Libros arcaicos llenos de hechizos y maldiciones. Sellos lacrados con la sangre de mil criaturas que, junto con una pátina de polvo milenario, decoraban los escritorios y las estanterías hechos de maderas únicas y excepcionales.
―¿Y de qué sirve todo eso ―se preguntó fingiendo que alguien podía escucharle―, en una soledad tan absoluta como la mía?
Una sola palabra sincera. Una sonrisa de complicidad. Un gesto de cariño y comprensión. Por cualquiera de esas cosas daría su poder al completo. Se entregaría a una existencia mortal con todos los sufrimientos que ello conlleva. Y lo haría por ver cegados sus ojos con el suave terciopelo de la pasión. Por sentir un leve escalofrío recorriendo libre su piel, erizando su vello. Por descender por los abismos de la perdición después de haber flotado en los del amor verdadero.
―¿Y qué importa si he de ver lacerado mi pecho con los alfileres de la inevitable traición que caracteriza a los hombres? Mejor es eso que ahogarse por siempre en un mar desprovisto de sensaciones, huérfano de sentimientos y emociones capaces de hacer palpitar un corazón hecho de hierro, de sembrar el caos en una mente poderosa y comedida.
Sin ver inmutada ni una sola partícula de su ser, alzó una mano y dejó que el azar señalase un objeto cualquiera a través de su extendido índice. Su rostro frío poseía la quietud de los siglos. Su mirada inmóvil, la profundidad de los océanos. Entonces, con una sonrisa y un suspiro de resignación trató de engañarse a sí mismo. Trató de imaginar que un sentimiento cruzaba por su corazón a través de su sangre inmortal.
Señaló una pluma casi oculta entre mil papeles viejos y amarillos.
―Tú ―dijo en alto y se rascó la barbilla―. ¿Qué emociones podrías sentir, objeto inerte, si por un momento te vieras dotado de animación? Ya casi he olvidado tu naturaleza, y sin embargo, siento que tu esencia es magnífica y que tu existencia ha dejado un rastro que otros han seguido con dicha. Hueles a tierra árida, a caminos polvorientos y a la agitada respiración de un rocín moribundo. Hueles a metal oxidado. A planicie casi infinita. A reinos en constante lucha. A imitadores de pacotilla. Y solo tú, insignificante pluma, posees la dignidad capaz de librar al hombre de sus más cruentos pecados. ¿Cómo puede ser eso?
Su voz, severa y solemne, reverberaba enérgica por el cuarto. Por los cielos y las montañas. Por todas partes. Su poder desgajaba sin esfuerzo la esencia atrapada en el objeto, y esta flotaba a su alrededor tan diáfana para él como una voz sonora. Como una voz real.
Pero no era lo mismo.
―Y precisamente tal cualidad te será concedida por mí ―añadió respondiendo a sus pensamientos con los ojos fruncidos clavados en la pluma de ave, todavía manchada con añosa tinta―. ¡Te ordeno que hables! ¡Te ordeno que expulses aquí los anhelos que por siglos se han visto atrapados en tu cuerpo inerte!
Y la pluma habló.
Y dirigiéndose al ser supremo que antaño le había dado vida, pronunció estas palabras:
(II) Acontece a un padre tener un hijo feo y sin gracia alguna, decía don Miguel. Y con razón. Y como yo, cual flaco rocín cargase a lomos la adarga antigua, la lanza en astillero y demás chirimbolos, soy testigo de las palabras que mi sangre ha dado forma a través de mi espina de caña, y plasmados sus trazos sobre el amarillo lienzo, al olvido he echado sus años a cuestas. Sus dicciones y susurros de locura cosechando polvo y escarcha, según se tercie. Sin caros ni baratos los lectores que a través de mí le dijeren a uno lo bello de leelle las vuestras hazañas, siempre en pro de los menesterosos, que son hoy los faltos de saber. ¿Y qué ha uno de inventar cuando el tiempo todo lo arrastra allá donde el hueco no encaja con la forma? ¿Adecuarse? Adaptarse o morir, dicen los sabios y también los eruditos. Pero es cosa inútil. ¡Acorredme, pues, señor mío, en esta última afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece! Y como la prodigiosa mano de la que siempre he sido esclavo temía, sin par en el sentido estricto de la palabra, y si bien el prestigioso hidalgo no ha quedado sepultado en los archivos de la mancha, sí la elegancia de su lengua se torna agora inexistente. Y a fe mía que con vileza se ha visto sustraída de la luz del mundo moderno por aquellos que con su indiferencia otorgan, y con su evolución destruyen. ¿Queréis ver si es verdad lo que digo? No puedo sino emular por veces los enunciados, que con sus erratas y beldades originales, en tantas ocasiones han visto la vida a través de mi cálamo. ¿Cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué será del mañana? ¿El cómo vendrán a citación los sentimientos, tan llenos de elocución y alteza de estilo, que de ningún otro modo expresarse puedan? Nadie viene presto a responder a propósito de lo que pregunto, porque, para empezar, ya se halla mi vocabulario brutescamente adulterado con los usos impertinentes de los que he sido objeto. Espero no estar en la verdad en este caso, aunque eso me temo, y menos luego de ver la tierra desde los cielos, y ver los cielos desde la tierra, pues antes de que el tiempo oxide mi existencia y el olvido los pensamientos se lleve, impregnaré una postrera vez su gallardo espíritu, para que al igual que él, mi viejo y único amigo, mi existencia deje mácula en los corazones de los que todavía están por nacer.
(III) El poder se desvaneció, cual débil luz de una vela al viento, con el descomunal impacto de una sola lágrima sobre las tablas del suelo. El mago fue despojado de su coraza. Desnudo. Su pecho henchido de rica aflicción. Su respiración agolpada en lo alto de su garganta. Exangüe, si tal cosa fuese posible en un ser supremo, y todavía saboreando la sensación de verse atrapado en las palabras de la vieja pluma, dejó caer su brazo alzado y este golpeó contra su muslo derecho. El impacto provocó explosiones y maremotos terribles en los mundos que yacían por siempre a sus pies. Pero nada de eso tenía importancia, porque un fantástico torrente de emociones corría desbocado por su alma virgen. Confundía sus inmaculados pensamientos. Trastocaba su férrea existencia por primera vez.
Y el mago por fin sonreía.