Bernardo Sartier
A los de atrás
Ustedes, cuando entran en casa, no se fijan en el espejo ni en el jarrón. Sin embargo, un día cualquiera reparan en ambos objetos, los dos muy decorativos. Es lo que me pasa a mí con esos que, tirando a jóvenes, salen en los mítines de secundarios, siempre detrás del líder. Arropándolo como mero atrezzo. Según el diccionario, "conjunto de elementos necesarios para una puesta en escena teatral o para el decorado de una escena televisiva o cinematográfica". El ornato, o sea. Para eso sirven los de atrás.
"Los de atrás" no son la punta de lanza, ni pinchan ni cortan y, sin embargo, hacen el oficio de esos espesantes alimentarios que no nutren pero compactan el producto. Qué haríamos sin ellos. Carne de cañón para unos, remeros punidos para otros, tontos útiles y utilizados para los más, "los de atrás" balan su silencio esperanzado, la promisión de un carguiño o de un puestiño. Ustedes conocen la postal. Aplauden, intensos e intonsos porque son público entregado desde el minuto uno; no porque les guste el orador, ni porque se lo estén pasando de la hostia: aplauden por un elemental "quid pro quo".
Militantes de la credulidad, "los de atrás" pueden estar en el congreso cuando su portavoz fustiga a los antagonistas, en un mitin cuando el presidente (o el secretario o el portavoz) los arenga con una perorata de consumo interno o incluso en una inauguración si hay prensa.
"Los de atrás" hacen concurrencia, muy útil, y paisaje, que viene bien y además solaza. A "los de atrás" el rol protagónico de retaguardia decorativa les pone: nacieron para metecos, para relleno; son como el plástico con burbujas de aire que envuelve un objeto frágil: lo importante es el objeto, pero ellos resultan imprescindibles porque colaboran al espejismo de la masividad. Como Queipo de Llano, que para desmoralizar a los rojos en Sevilla hacía desfilar a los mismos soldados en torno a una manzana unas cuantas veces. Parecían veinte compañías, pero era una sola. A "los de atrás" los llevan sujetos del ronzal los del "aparatich", es decir la élite del partido. "Los de atrás" flipan por salir en la tele. En los mítines les colocan una banderita que estabulan en su entrepierna y agitan cuando, a una señal del animador -ensayada, por supuesto-, se les recuerda la conexión en directo con el telediario. Entonces toca demostrar que, ciega obediencia servil, todos a una como en Fuenteovejuna. Que por el líder, a muerte.
Pueden ser de un partido de izquierda radical o de ultraderecha, pero reproducen la práctica de Falange, la reverencia al líder carismático (bueno, es un decir. La Falange admitía en su ideario la autocrítica). En los informativos, "los de atrás" escuchan con atención y asienten, en ocasiones, disimulando que todo les importa un carajo; incluso hay momentos en que se preguntan a sí mismos si su mandarín no será un coñazo, si no estará diciendo gilipolleces y si, a lo mejor, no estaría más guapo caladiño. A veces les da como una risa de adolescentes tontorrones y tienen que disimular.
La política española debe tanto a "los de atrás" como la peli Ben-Hur al decorado. "Los de atrás" se renuevan constantemente: siempre hay cándidos ansiosos del minuto de gloria, suplentes ávidos de quitarle el puesto a los titulares. Cuando dimiten de su condición de teloneros insulsos, de palmeros mediocres y manejados (frustrados por no conseguir aquello que apetecían), "los de atrás", tomándose una caña dicen cabreados: "bueno carallo bueno, que le den por culo; total, para nada" (se refieren a que del carguiño, del puestiño, ni flores). Entonces, en su despotrique mezquino, "los de atrás" se quejan de que su veteranía en la militancia, su entrega a la organización y su generosidad en la pegada de carteles no han sido justamente recompensados (antes que Roma no paga a traidores, aquí sería mejor traído lo de que la organización no recompensa a gilipollas).
Los de atrás suelen tener un líder diminuto (no pincha ni corta en la organización) aunque joven y de buen ver (generalmente, el presidente del sector juvenil de la militancia). Ese líder diminuto ocupa lugar destacado en los actos televisados del jefe: inmediatamente detrás y a su derecha. No dice ni pío pero coadyuva con su "sí sí" gestual al rollo del boss. El líder diminuto asiente al mensaje punzante, ríe generoso la gracieta enlatada del argumentario e inicia, siempre, el aplauso que sugiere la ovación tumultuaria. Para eso le paga el partido, aunque el pago se limite, como decía antes, a la esperanza de un cargo.
El líder juvenil de "los de atrás" va siempre vestido con corrección sport, con desenfado no exento de recogimiento: suéter de entretiempo con las iniciales de Pedro del Nabo, camisa de cuadros de marca y vaquero pelín flojo que no logra disimular el paquete porque, a los veinte, solo hay dos cosas que no pueden disimularse, la polla y la estupidez. Últimamente "los de atrás" son menos en número por exigencias del guion. Ahora, a los publicistas de los partidos les ha dado por sentarlos en taburetes altos de esos como de barra de bar: queda molón y da un punto casual y cercano, aunque lo que luego se diga siga sabiendo -y sonando- a trasnochado, a digestión retardada.
La mejor definición de "los de atrás" es que son como los "Coros y danzas" de Paquiño Franco pero en modo democrático. "Los de atrás" no son de derechas ni de izquierdas, porque, intelectualmente, no trascienden la categoría de polichinelas articulados, de guiñoles pobres de espíritu en un escenario de merchandising político que hace tiempo ya comienza a oler y no precisamente a fresco. A "los de atrás", en campaña electoral los sientan a veces en una furgoneta, les "calcetan" un megáfono y disfrutan como un tonto con un lápiz anunciando un mitin. "Los de atrás", verán, no necesitan este homenaje. No lo necesitan porque son algo tangible, corpóreo, real. Ocurre que, si no existiesen, habría que inventarlos. De ahí éste Óscar, siquiera sea honorario. Óscar al mejor decorado.