Bernardo Sartier
"¡Se sienten, coño!"
"¡Cuidado que le vais a dar a los nuestros!", dijo Tejero tras la balacera en el Congreso. Lo mismo que Bilardo contra el Depor cuando un jugador le cedió la pelota al contrario: "¡Los de rojo son los nuestros, boludo!". De un intento de golpe de Estado en el reino de la improvisación no podía esperarse otra cosa más que una chapuza. Que empezó cuando los autobuses que había alquilado Tejero, a precio de saldo, no arrancaban el día "D" y la hora "H". Y que continuó cuando los tanques de Miláns se detenían respetuosos al encontrarse los semáforos en rojo (todos sabemos que un tanque golpista tiene como primera obligación fumarse el código de la circulación). Fuimos el hazmerreír del mundo cuando empezábamos a ser un ejemplo de tránsito democrático. En Suecia, creo, el titular de un periódico era "Un policía con sombrero de toreador asusta a España". Los suecos confundían el tricornio con la montera como confundiría yo en Cotorredondo un gamo con un reno. Ese día un grupo inglés, The Korgis, daba un concierto en Madrid. Al ver por la tele a un tío con bigotón de feriante blandiendo una pistola, que parecía rescatado por el Ministerio del Tiempo del siglo XIX, cogieron un avión y se piraron cagando hostias. (Permítanme. De aquella, mientras oía el "Every body´s Got to learn", de los Korgis, yo amaba a Marta P., de Marín, y hasta hacía el amor solo conmigo pensándola; la amaba, precisamente, porque ella no me hacía ni puto caso, que es el gran arcano del amor: amamos a los que no nos aman y somos amados por aquellos a quienes no amamos. Disculpen la nostalgia romántica.) Estaba en el aniversario del golpe.
Miláns del Bosch, cuya tradición militar se remontaba a la Dama de Elche, era uno de los muñidores de aquel desastre. Miláns ordenaba a su asistente comprar todos los días 20 ejemplares del Alcazar, pero ojeaba uno nada más porque quería contribuir a mantener aquella reliquia del facherío milico que servía a los sediciosos para enviarse mensajes en clave; el asistente también le compraba "El País" y "El País" sí lo devoraba y subrayaba Milans, o sea, lo mismo que muchos lectores de PontevedraViva que no me soportan pero no se pierden una columna mía, "a ver que dice el gilipollas este hoy". Dicen que la reina Sofía, la más sensata de esa comunidad de Montepinar en que convirtió posteriormente Don Juan Carlos su real morada, dijo al conocer el tomate "Esto es cosa de Armada".
Y no se equivocaba. De alguien que se apellida Armada solo puede esperarse eso, que la arme. Los únicos que permanecieron impertérritos en sus escaños fueron Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo. A Suárez se lo demandaba la dignidad del cargo; Gutiérrez estaba acostumbrado al fragor de las armas y Carrillo había aprendido a banalizar la muerte cuando lo de Paracuellos, que tres mil tíos paseados siendo uno Director General de Orden Público curte mucho. Y al final, lo que empezó con chapuza culminó chapuceramente, porque las condiciones de la rendición incruenta se firmaron sobre un coche en el que fue denominado "Pacto del Capó", que aunque no fuese el Pacto de Versalles, coño, bien podía haber sido suscrito en la mesa del ujier. Luego vimos algunos guardias civiles huyendo, casi deslomándose desde las ventanas del Congreso en un prodigio de artritis reumatoide que hizo aún más chusca -e indigna- aquella astracanada. Comentaba el otro día Carlos Velo, un viejo socialista, que él y un par de compañeros más pasaron a Portugal y desde la Fortaleza escuchaban el golpe en la radio; las horas pasaron y cuando el hambre apretó, pasaron la frontera en dirección a España y fueron a cenar al Parador de Tui, temeridad extrema porque lo primero que hace un golpista de carrera y responsable es cerrar fronteras, y para eso excusaban haberse extrañado a Valença. Pero ya se sabe que el gallego, cuando la gana de comer aprieta, ni el cierre de fronteras respeta. O sea que si los cazaban los golpistas y los fusilaban, al menos iban morir hartos. Y por fin y pasado ya el tiempo, Umbral que entrevista a Gutierrez Mellado, hombre delgado que no comía pero fumaba mucho. Que fue confidente de los nacionales en el Madrid de la Guerra Civil y se convirtió en el héroe de la transición manteniéndose firme ante las zancadillas traicioneras de Tejero. Aquel que refiriéndose a sus compañeros del ejército dijo "una minoría me comprende, otra minoría no me comprende y la mayoría comienza a comprenderme". El mismo al que, veraneando en Cadaqués, un niño de seis años llevó un mensaje de parte de su madre, que tomaba el sol cómodamente en una hamaca: "Gracias a usted disfrutamos de esto".