Evaristo P. Estévez Vila
¿Hacia dónde nos dirigimos?
Esta semana hemos desayunado con la noticia difundida por un medio de comunicación en la que se daba a conocer a la opinión pública, con reproducción incluso de los "pantallazos" correspondientes, de una serie de mensajes de texto supuestamente emitidos desde el teléfono móvil de S.M. La Reina hacia el teléfono móvil de una persona, supuestamente también amiga personal, que figura imputada-investigada por la comisión de diversos delitos y cuyo contenido no pienso colaborar en su difusión, pero que entiendo por todos conocido.
No estamos, tan solo, ante la difusión pública de las comunicaciones privadas de una persona que figura como imputada-investigada, sino de la difusión pública de las conversaciones privadas de una persona que no lo está, y que además ostenta la condición, si el contenido y remitente son veraces, de tan alto rango en el Estado.
Asisto abochornado, al triste espectáculo que consiste en dar difusión pública al contenido de material obtenido a raíz de investigaciones judiciales en curso y que afecta a un derecho tan protegido en las constituciones de países democráticos como el del secreto de las comunicaciones y que solo puede ser alzado mediante autorización motivada judicial. Material que forma parte de un procedimiento judicial y sobre el cual no se ha producido, hasta la fecha, un pronunciamiento acerca de su validez o no como prueba de cargo, y que en el caso que nos ocupa, carece por completo de interés alguno para la investigación judicial hasta el punto que no debería ni siquiera formar parte de la investigación misma.
Recientemente, y por adaptación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal a una Directiva Comunitaria, se han modificado los artículos 579 y se ha añadido el artículo 579 bis de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y Capítulos V al VII del Título VIII del Libro II de dicha norma, destinados por un lado, a mejorar la eficacia de las nuevas tecnologías en la lucha contra el crimen, y, por otro, a preservar el derecho reconocido en el artículo 18.3. de la Constitución Española al secreto de las comunicaciones. El objetivo de todo ello es que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado puedan combatir el crimen y sus nuevas formas de comisión o instrumentos para ello, accediendo previa autorización judicial motivada y con los límites previstos en dicha autorización, a determinada información que obra en soportes de todo tipo: redes sociales, telefonía, redes de transmisión de datos, etc… y que sea el control judicial el que limite dicha intromisión en la vida privada de las personas, introduciendo la figura del tercero afectado en cuanto a su protección. A pocas semanas de su entrada en vigor se nos plantea una situación que atenta directamente no solo contra el secreto de las comunicaciones de terceros, siendo además supuestamente el tercero afectado nada menos que una alta institución del Estado.
Lejos de escandalizarnos esta situación, que atenta al núcleo mismo de nuestro Estado de Derecho, lejos de criticar e incluso impedir con los medios que nos proporciona el estado de derecho, la difusión de lo que constituye un mensaje privado de contenido judicial irrelevante, lo jaleamos, lo ensalzamos, lo reproducimos y en ese maquiavélico actuar transformamos a la víctima en culpable de sus propias expresiones y la sometemos a un debate público sobre el contenido de un mensaje privado supuestamente suyo y que nunca debió exceder la esfera de lo estrictamente privado.
En sí mismo el acontecimiento pudiera parecer irrelevante, pero no lo es. La utilización de la información privada sin control judicial, y lo que es más grave, sin que su utilización sea proscrita y debidamente castigada, es lo que nos separa de un régimen dictatorial y de la posibilidad de que cualquier estamento del estado pueda utilizar contra cualquier ciudadano la información necesaria parar transformar su vida en un calvario. Y de ahí a la república bananera solo media un puente que últimamente nos atrevemos una vez si, y otra también, a cruzar.
Todos como ciudadanos tenemos el derecho a comunicarnos y a la protección constitucional del contenido de nuestras comunicaciones, en tanto en cuanto no sean constitutivas de delito, por lo que no debemos permitir, ni admitir, ni jalear la difusión pública de dichas conversaciones privadas por más relevancia pública que tenga su emisor, y en mayor medida cuando estas provienen de documentación obrante en diligencias judiciales.
Soy consciente de que en la actualidad existe en nuestro país una tendencia política, social y mediática que, tras la apariencia de construir un estado más transparente, lo que denominan un país de los ciudadanos, esconde una realidad encaminada a despreciar y menoscabar todo aquello por lo que hemos peleado en los últimos cuarenta años, con mayor o menor éxito, pero en convivencia; y por ello debo afirmar que la convivencia de este país corre serio peligro cuando se traspasan límites con la gravedad del que ha sido objeto de este comentario, y no se hace nada por impedirlo, al contrario, nos parece incluso normal.