Beatriz Suárez-Vence Castro
Niños de aldea
Nuestro coche se encuentra, al tomar una curva, con un rebaño de vacas. Son muchas, grandes, rubias y mansas. Miran de reojo el engendro gris con ruedas que aparece de repente, como algo que no debiera estar allí pero que ya han visto antes. No se asustan cuando las miro por la ventanilla cerrada y mi cara queda a la altura de la suya en un vis a vis extraño y cómico.
Las vacas han acaparado tanto mi atención que no me he fijado en los niños, hasta que hemos superado casi todo el rebaño. Van al final, como debe ser, con un palo que les supera varias veces en altura. Serios, atentos a lo que hacen. Tan atentos que ella, de unos ocho años, no desvía la mirada cuando pasamos.
Vestida como su hermano, que parece un par de años mayor, con ropa de lana gruesa y botas de agua, no ha renunciado a su lazo azul en el pelo, que se mueve con el viento en su cabecita rubia y medio despeinada. El chico, más curioso, más distraído también, aparta la mirada un momento del ganado para mirarnos. Las vacas van entrando ordenadamente en un pequeño establo, mientras nosotros seguimos nuestra ruta, montaña arriba por la sierra de los Ancares, hacia Mosteiro, en el municipio de Cervantes.
La escena me hace recordar una conversación con una compañera, maestra en una escuela de Pedrafita do Cebreiro, no muy lejos de allí. Me contaba Eva que, si todos los niños fuesen como los alumnos que tiene ahora, tendría hijos, sin dudar ni esperar. Se ha encontrado, como yo en aquel instante, con los niños de aldea. No es que a mi amiga no le gusten los otros, los de ciudad, pero los niños de aldea te agarran el alma y es imposible soltarse de ellos. Son una inyección de pureza en vena.
La infancia de aldea no tiene los vicios de la ciudad. Tiene la mirada limpia de tecnología aunque sepa qué es y cómo manejarla, porque aldeano no es sinónimo de cateto aunque hayamos oído la palabra tantas veces despojada, despectivamente, de su significado auténtico. La infancia de pueblo no conoce los caprichos y el "no quiero", aunque las trastadas sean de calibre grueso. Los niños de aldea respetan a los padres y a la maestra porque valoran el esfuerzo y el trabajo.
Los niños de aldea saben lo que cuesta una barra de pan. Los alumnos de Eva, como los niños que encontré en mi ruta, ayudan a sus padres, además de ir a la escuela y estudiar. Hacen sus deberes y juegan. Juegan mucho y se pelean y se caen. Y se levantan. Se ensucian la ropa y ayudan, cuando pueden, a lavarla. Y la extienden a "clarear", si no llueve. También gritan y se portan mal. Faltaría más: son niños. Pero es otro "portarse mal". Es tirarse del pelo y coger ranas y saltar hasta las nubes. Manchar la libreta de comida y llevar pelos de perro en la ropa. Mirar por la ventana y soñar despierto. Los niños de aldea ya no son como Balbino, el niño labriego de Xosé Neira Vilas, porque los tiempos han cambiado, afortunadamente, pero tienen su esencia, la esencia de un tipo de infancia que aún existe, que debemos preservar y poner en contacto con nuestros niños de ciudad para que no se pierda lo que son, lo que somos.
La mirada del niño de la sierra, con su bastón y sus botas de agua, me ha hecho recordar que tengo que llamar a Eva y preguntarle cómo le va con el frío, con la nieve que aún queda en Os Ancares, con las clases que le han devuelto la ilusión por enseñar a otros niños, los niños de aldea.