Bernardo Sartier
El bidón
Si siguen leyendo hasta el final a lo mejor les digo quién es. Enfermizo cuando niño, a punto estuvo de diñarla en un par de ocasiones. Los bronquios. Aquellos malditos bronquios lo asfixiaban. Su madre, en las crisis, solo acertaba con el llanto y hasta es posible que, aquellas lágrimas, le obligasen a pelear por la vida. Sobrevivió. Sus ojos infantiles lo fotografiaban todo. Aún hoy posee más recuerdos de su infancia que memoria reciente. Tímido, retraído, le encantaba la lluvia, aquella lluvia de los días grises, aquella que le garantizaba convertirse en un recluso voluntario.
Su mundo cercano carecía de interés. Ni el campo donde jugaban al futbol sus amigos, ni el río -el Gafos-, que entonces era solo “el río” le llamaban como a los otros niños. Se encerraba en su cuarto. Amaba tanto su intimidad infantil que sus padres, conscientes de aquel mundo propio e impenetrable se acostumbraron a no importunarlo. Cuando salía del cuarto pasaba el tiempo frente al televisor en blanco y negro. El televisor sí. El televisor lo había esperado con esa expectación feliz y ansiosa con que se aguarda a un nuevo miembro de la familia.
Creció pero se rebelaba inconscientemente a hacerlo. En esa terquedad parecía entreverse un indisimulado miedo al futuro. Seguramente a la muerte. En realidad, aquel cuarto en el que jugaba lo sentía como una prolongación del útero materno, un espacio cálido y reducido que nunca quiso abandonar. Tal vez intuía que no puede morir quien no ha nacido. Entró en la adolescencia a regañadientes. Si subía a un sitio alto le rondaba la idea de arrojarse, qué se sentiría volando y estampándose contra el suelo. Necesitó sicólogos. En plena juventud, un largo empacho de sicofármacos que terminó desechando por inútiles.
Un buen día reparó en que el miedo a la muerte, que de una manera inconsciente le había acompañado siempre, fue emergiendo y acorralándolo bajo la presión de una ansiedad irresoluble, de una ansiedad para la que no encontraba remedio posible. Al mismo tiempo fue anidando en él un extraño resentimiento hacia todo mientras una hipocondría perversa lo cercaba. Sentía que padecía cualquier enfermedad de la que oía hablar. Apreciaba la vida, sí, pero no dejaba de parecerle una aventura que no conducía a parte alguna, un callejón sin salida de final triste, vacío. Un sinsentido.
En la lectura encontró cierta calma. Estudió luego una carrera que no le gustaba. Después vino una profesión de prestigio y bien retribuida; detestable, sí, odiosa pero que permitía una vida holgada, una vida sin apreturas. Y como sabía ahorrar, se hizo con un pequeño patrimonio. Aún joven tenía su vida prácticamente resuelta. Ahora, cincuentón, la idea de morirse se convirtió en obsesión. A veces se ve expirando en un último y definitivo momento. Se le altera el pulso y una sudoración fría, excitante y aterradora se apodera de él.
Ha empezado a hacer cuentas con su vida futura. A veces hace medias con las necrológicas del periódico. El resultado le desagrada: le quedan, como mucho, veinte años de vida. Eso si una enfermedad inesperada no lo cepilla antes. Entonces vuelve a él, como al paranoico, esa idea compulsivamente obsesiva de la muerte. Y una inevitable consecuencia, su rechazo automático e inmediato. Pero no está loco. Hace un año se topó -un gazapo en internet, una tecla mal pulsada- con una publicidad de una fundación norteamericana, “Allopathic Cryogenic Rescue” (Rescate Criogénico Alopático). Practican la preservación de las personas en nitrógeno líquido tras su muerte legal. La finalidad es revivirlas cuando se hayan desarrollado nuevas tecnologías. Si desarrollamos médula espinal en ratones, que recuperan el movimiento de sus extremidades, si con células madre podemos regenerar tejidos y crear nuevos órganos, si podemos conservar en hielo una mano o un corazón para implantarla nuevamente o que vuelva a latir en otro cuerpo, por qué no resucitar a la gente, se dice a sí mismo. Y se ilusiona.
Hace poco se puso en contacto con la fundación. Cubrió unos formularios engorrosos. Como tiene mujer e hija hizo testamento precisando qué quería que hicieran con su cadáver. Su familia está de acuerdo. Le costó entenderlo, sí, pero finalmente asintió. Firmó el contrato. El bigfoot, el bidón con el nitrógeno a menos 196 grados centígrados en el que van a depositarlo cuando la diñe le salió por unos 140.000 euros. Lo prefiere a la otra opción, esa en la que solo se deposita la cabeza después de separarla del cuerpo, más barata.
Ahora, comprada la esperanza de que la muerte va a ser para él solo un sueño prolongado, ha dulcificado su carácter. Vive tranquilo. Incluso su familia le nota una afabilidad especial, una afabilidad de la que carecía. A veces, sus amigos más cercanos, con los que ha compartido “su” secreto, intentan mofarse, qué se siente sabiendo que lo van a congelar a uno como a un filete de merluza. Pero en el “Savoy” o en el “Borona” se quedan pensativos -y reflexionan- cuando él les dice que una cosa es morirse y otra muy distinta hacerlo con la esperanza de volver a vivir. Que toda ciencia es ciencia ficción hasta que deja de serlo. Que en el siglo diecinueve era una quimera llegar a la luna. Y entonces callan y alguno piensa que qué pena de 140.000 euros para agenciarse un bidón como el suyo.
Es, él, el primer pontevedrés que se crionizará. El primero que morirá con la esperanza científica de volver a vivir. El primero al que cabe el mérito de declararse en rebeldía ante la muerte. Pensándolo bien, creo es mejor contar su aventura sin decir de quién se trata. Uno tiene derecho a decidir, con discreción, dónde quiere adormecerse. Para volver a despertar.