Beatriz Suárez-Vence Castro
Cosas que inspiran
Encargué el mobiliario que necesitaba para el local donde tengo mi lugar de trabajo a una conocida marca de muebles en la que pagando un poco más te los traen y te los montan, porque llegan por piezas. Aún con todo, sale más barato que en otro sitio. Estoy muy arrepentida.
Mi arrepentimiento no lo ha provocado la calidad del producto, que efectivamente es lo que prometen, ni más ni menos. Ni tampoco por la calidad del servicio que prestan que también se ajusta a lo que esperas. Estoy arrepentida porque encargaron todo el trabajo de montaje: dos aulas enteras y un recibidor, a un solo trabajador.
El chico, inmigrante, llegó a las diez de la mañana al local y no terminó hasta las nueve y media de la noche. Terminó porque los compañeros que venían a recogerle le ayudaron. Y no porque se equivocara y tuviese que repetir. Se pasó prácticamente 12 horas ajustando tornillos. Paró unos quince minutos para comer un bocadillo. Su jornada laboral empezó varias horas antes de que llegara al local, porque venía de A Coruña.
Una amiga que estaba conmigo y que tiene también un negocio autónomo le preguntó cómo era posible que le encargaran a él solo todo el trabajo. El chico le contestó que tenían más encargos. Entendimos que con los demás empleados hacían lo mismo: mandar una persona a hacer el trabajo que correspondería a tres, para así poder abarcar más. Evidentemente a costa de la salud del empleado. No le pregunté cuánto le pagaban porque no me pareció correcto, pero estoy segura de que mucho menos de lo que debería ganar por trabajar en semejantes condiciones.
La culpa de la situación de este muchacho, que apenas habla español, la tenemos todos. Yo, la primera, por sucumbir a los cantos de sirena de una cadena que vende barato a costa de ahorrar en sueldos y condiciones laborales dignas. Una empresa que, como tantas otras, disfraza la esclavitud con el eufemismo de "oportunidades de trabajo". Como dicen que rectificar es de sabios, no volveré a comprarles ni un palillo.
Ayer me encontré con un chico que lleva a su perrita a jugar al mismo parque donde juega la mía. Eran las 10 de la noche y él salía de trabajar. De trabajar. A las diez de la noche. Trabaja en una gran cadena de ropa con ventas millonarias y con trabajadores al borde del agotamiento. Él no me dijo nada, ni se quejó. No hizo falta. Con verle la cara, bastaba.
Hace unos días comenzaron las rebajas. La casa de mis padres está enfrente de una tienda de otra conocida marca de ropa. Para preparar la campaña la verja se mantiene abierta para que vuelvan a entrar los encargados a las 11 y media de la noche. Para que vuelvan a entrar, no para que salgan.
Somos la peor clase de ciegos: La que no quiere ver. Compramos barato, y punto. No nos paramos a pensar por qué es tan barato, en la mayoría de las ocasiones. Y estamos contentos de que las tiendas abran los domingos porque "dan vida a la calle" (lo he oído, no me lo invento) y porque es el día que tenemos más tiempo libre para ir. El resto de la semana nuestra jornada laboral es casi tan esclava como la de los dependientes que tenemos enfrente. Si eres autónomo, no compras para ti, porque la cuota del fisco se lleva lo que podrías ahorrar. O más.
Cuando alguien me pregunta qué me inspira para escribir todas las semanas, siempre digo que todo: lo que me gusta y lo que no. En el primer caso para compartir una alegría y, en el segundo, para denunciar algo que me parece injusto. Cuando algo te enciende, las palabras vuelan.