El mal también bebe cerveza (22)

06 de septiembre 2016
Actualizada: 18 de junio 2024

Desde el siglo XIX la familia Santamaría destinaba las primeras horas de la mañana de todos jueves del año a los sacramentos de la confesión y la comunión. Era una tradición inalterable acudir a misa de nueve y purificarse el alma para acometer las vicisitudes de la vida en pos de la santidad que todo hombre y mujer deben aspirar desde la humildad y el recogimiento espiritual.

Algo parecido decía el padre de Ernesto Santamaría Albares, tal cual lo dijeron su abuelo, su bisabuelo y su tatarabuelo, para ensalzar esos jueves de purificación. Pero  ese jueves, arrodillado en el banco de la Iglesia de la Virgen Peregrina de Fátima después de comulgar, a Ernesto no se le iban de la cabeza las llamadas insistentes de Fidel y la ausencia, ya reiterada en dos meses, de Begoña y de Marta, sus hijas mayores, a la solemnidad de los jueves. "Son ya todas unas jovencitas y tienes que dejar que por ellas mismas encuentren el camino del Señor. De sobra sabes que son buenas y devotas", le dijo antes María Luisa, su esposa, a la entrada del templo, ajustando el lazo rosa de seda sobre la cola de caballo de Nuria, la hija pequeña de doce años y precisamente en el instante que le sonó el móvil a Ernesto por vez primera.

Sonó su móvil particular, número que conocían pocas personas del nutrido grupo social en el que se movía como empresario puntero, y eso le malhumoró aún más cortando la llamada con brío sin reparar en el nombre que marcaba la pantalla. Pero volvió a sonar cuando cruzaban, cogidos de la mano los tres como una sola alma, el umbral de la iglesia para situarse en los reclinatorios delanteros junto al altar. Sin titubear, apagó el teléfono rápidamente pero no tan raudo como para dejar de ver que quien le llamaba era Fidel. ¿Qué coño quería ese chulo putas? Decididamente aquel era un jueves de los negros, de los que le taladran los sesos y tiene que calmar con un par de nolotiles para que no le estalle la cabeza. ¿Serán compatibles la rapamicina y el metamizol magnésico?, pensó mientras se arrodillaba junto a su familia.

A la salida dejó que el chófer llevara a su mujer y a su hija de vuelta a casa. "Yo tomaré un taxi hasta las oficinas. Un asunto urgente, ya has oído el móvil", le dijo a María Luisa, besándole ligeramente la comisura de los labios.

El taxi bajó por la calle Diego de León, giró en el Paseo de la Castellana hasta llegar a la Plaza de Lima y virar para coger la avenida del General Perón hasta la esquina con la calle Orense. Desde allí fue caminando.

En la puerta del Deutsche Bank había un altercado en el que un par de vigilantes jurados intentaban apaciguar a un grupo de personas con pancartas que intentaban cerrar el paso principal del banco. Ernesto, alto, de cuidada complexión y peinados sus cabellos rizados con gel-aceite fijador Bb, se cruzó de acera mirando airadamente el tumulto. "País de marxistas", pensó, marcando la dureza de su expresión en su mentón rotundo. Cuando escuchó la detonación ya se encontraba lejos y ni siquiera tuvo la curiosidad de volver la cabeza y ver cómo la bocanada de humo negro lamía la fachada acristalada del espigado edificio.

Saludó a los encargados del control central, pasó su dedo índice por el lector dactilar y cogió el ascensor hasta el piso veinticinco. Caminó, entre las hileras de mesas en las que trabajaban sus empleados en sus ordenadores, comprobando el buen funcionamiento del microclima de 21 grados exactamente, hasta que llegó a su despacho de ciento diez metros. Detuvo su índice, de nuevo, sobre el lector y se abrió la puerta de la antesala de su despacho.

- Buenos días, señor Santamaría. -le recibió Sandra, su secretaria de los últimos diez años- Le espera un señor en la sala de visitas que ha insistido en verle con urgencia aunque no me ha querido dar su nombre, pero me dio la clave de contingencias y por eso le hice esperar.

Ernesto esbozó una breve sonrisa y atravesó la puerta de su despacho volviendo a pasar su dedo.

- Lo sé. Dentro de unos minutos le haces pasar, Sandra. Te lo digo por línea interna, ¿ok?- dijo antes de cerrar la puerta.

Un amplio ventanal daba una panorámica del Madrid financiero. Rascacielos metalizados petrificados bajo el sol turbio de primavera asistían impertérritos al hormigueo de autos y personas trajeadas. El despacho, insonorizado, se asemejaba a una atalaya donde podías imaginarte un rey de la creación. Olía a rosas frescas que descansaban en un jarrón de metacrilato encima de un escritorio oblongo en donde se asentaban un pc portátil y varios teléfonos móviles que se sujetaban sobre una base de madera con el logotipo de la empresa. Frente al escritorio, anclado a la pared de madera tratada de roble, había un televisor curvo con dos bafles Dynaudio de membrana digital.

Ernesto fue hasta una caja fuerte junto a la puerta del aseo y colocó los dos dedos índices sobre una superficie oscura y fijó la mirada sobre una luz rojiza encima del lector. La puerta de la caja se abrió pausadamente. Como todos los jueves, aunque en esta ocasión antes de la hora habitual pues no quería mezclar con los más que probables nolotiles, cogió del blíster una capsula de rapamicina y la tragó con un sorbo de agua mineral que sacó del refrigerador que había al lado del mueble-bar.

Se encaminó hasta su butaca de cuero negro, al lado del escritorio, y se distrajo mirando la mañana por el ventanal.

El atisbo de unas canas amenazaban con dorarle las sienes en torno a una piel muy tersa a pesar de ser un hombre a punto de cumplir cincuenta años. Cerró los ojos y estiró los piernas, aflojándose el nudo de la corbata. Suspiró mientras escuchaba el vaivén de los latidos de su corazón. Después dio una palmada sobre la mesa y tecleó un número sobre una botonera transparente.

- Hazle pasar, Sandra.