Bernardo Sartier
Sin novedad en el Alcázar
Hay más lírica en los ceses que en los nombramientos.
Morenés se expidió un certificado de defunción política el día que, entrevistado por Angels Barceló en "Hora Veinticinco", le llamó Delors en vez de Angels; Angels, con esa suavidad letal de la mantis hecha a sí misma desde su pasado de Mamachicho le dijo, regañona, "me llamo Angels, señor Morenés". Y a Morenés se le atragantó una butifarra en la epiglotis.
Morenés era de perfil bajo y de buena planta, un discreto de pelo planchón que, ahora jubilado, nos parece el compañero ideal para comer unos chinchos en Portonovo con el rey emérito y Peter Fields, o sea Pedro Campos.
Margallo, por el contrario, era el "Hombre que hablaba demasiado". Incluso a veces bien. Era el Ministro con apellido de fabricante de galletas sin azúcar ("Galletas Margallo") cuyas rajadas, épicas y bien construidas, eran compatibles con la aluminosis de sus pilares.
Cuando presentó su libro con Rajoy, Margallo nos dijo un adiós heroico, un adiós choni como esas despedidas de los que van a morir en el matrimonio y, para anunciar su boda, cuelgan un cartel en un paso elevado de la AP-9 donde reza "Se casan el pirata del Borja y Vanessita, la marchosa", tórtolos inocentes que al año y medio se divorcian porque a ella le terminó el contrato en el Carrefour y a él se la puso dura una peluquera de barrio.
La vida política de Margallo fue la ceremonia del "Up in the air", el iter etéreo del que no se entera pero estrecha manos a mazo y abraza alguna farola. A Margallo le pasó lo mismo que a uno de Pontevedra que un día me preguntó, intrigadísimo, si yo era uno de los personajes de mi libro, uno que se tiraba a una gallina; vamos, que si yo era el amante aviar. Le dije, simplemente, que yo nunca había emigrado a Alemania y se quedó convencidísimo con mi explicación. Es decir, como Margallo. Porque a Margallo le preguntabas si se llamaba Pepe y te respondía que la tarta rusa de Solla estaba buenísima.
Me duele lo de Fernandez Díaz. Nada bueno hacían prever sus apellidos, que están bien para una correduría o para una empresa instaladora de calefactores. Vean: "Seguros Fernández Díaz: muérase tranquilo"; o: "Fernández-Díaz, el calor que no quema". F.D. se puso en el ministerio a colgarle condecoraciones a la virgen expresando una profunda espiritualidad religiosa, una espiritualidad espiada porque espiar responde al "cada uno en su casa y dios en la de todos". Dios era F. D., claro, un gran hermano que cuando no colgaba medallitas a los santos pedía fotocopias a los subordinados con corrección imperativa: "¿Yo no puedo tener una fotocopia de eso?". Y en el "eso" que había elaborado Anacleto, Agente Secreto, iban, metafóricamente hablando, el ADN, el bastidor y las veces que habían ido a un club de lucecitas a echar un casquete los independentistas catalanes. Solo los catalanes ¿eh?, que los vascos están en el letargo invernal del chistu y los gallegos somos más del concurso de vacas del "Luar".
F. D. me recuerda a mi tío Eugenio, que era fotógrafo, emigró a Venezuela, sufrió un infarto joven y, regresado por prescripción facultativa nos llevaba al Bar de Papiri, el "Orella", en la calle San Sebastián a comer el exquisito cartílago auditivo del cerdo. La puta oreja, vamos. Tío Geno se acodaba en la barra y nos decía "comed lo que queráis" mientras él, que adoraba a Baco intensa pero moderadamente, es decir bebía pero no se embriagaba, elevaba la taza y sorbía el carpe diem de su arrechucho cardíaco. Sabía, tío Geno, que lo bueno de la vida estaba en la fugacidad de aquel trago con el que enjuagaba su existencia (Te quiero, tío, que hace tiempo que no voy por el cementerio a decírtelo).
Hablemos de los que entraron. Zoido, que es como el nombre de un penitente sevillano, un señor de Santander y una señora con una cabellera que parecía peinada después de ponerle dos gatos peleando en la cabeza. Más Méndez de Vigo, que no es de Vigo sino de Tetuán. Y luego el fichaje rutilante, la estrella que cintila aplazadamente y en diferido: de Cospedal, encarnación del brillo pospuesto, el trastabille a la salida del juzgado después de demandar al tesorero, la "prota" del First Dates español, porque Dolores de Cospedal debería llamar a Bárcenas, quedar con él en el Bar de Sobera y jurarse amor eterno. Eso u odio distante, que todos sabemos que amor y odio son los carriles contrarios de la misma carretera.
Un First Dates con de Cospedal y Bárcenas tendría más share que uno de César Abal y María Rey en La Navarra. María y César, seguro, quedarían para una segunda cita. De Cospedal es de Albacete y de Albacete suele decirse, zafiamente, "Albacete, caga y vete". Pero yo jamás hago caso a las máximas procaces y una noche de verano en Albacete, en el cenador al aire libre de Casa Marlo, saboreé las más exquisitas mollejas a la brasa del mundo.
La primera vez que vi a De Cospedal con la peineta (ese accesorio erecto que corona las testas de las madrinas españolas del corpus) tuve claro que sería Ministra de Defensa. La veo defendiendo el Alcázar de Toledo y cuadrándose ante Rajoy mientras dice, recia y marcial, "sin novedad en el Alcázar, mi general". Donde no la veo es en los Balcanes comanches ni en Irak, porque Cospedal es más de Martini a la salida de misa en la toledana plaza de Zocodover. Su nombramiento es el único que me dice algo nuevo en la máxima lampedusiana de cambiar algo para que todo permanezca igual. Me dice, por ejemplo, algo importantísimo. O sea quien se va a encargar esta legislatura de darle de comer a la cabra de la Legión.