Bernardo Sartier
El tsunami de los grillos
Lo recuerdo como si fuera hoy. Sucedió hace muchos años en "O Entroido", un bar de vinos. Conversaban dos. Decía uno de ellos: "Teño á parienta fastidiada". El contertulio, mostrando un interés sincero, preguntó: "e logo?"; "Nada, problemas femeninos. Xa sabes"; "Vaia home", lamentó el amigo; "Iredes ao ginecólogo, non?", y como un resorte contestó el marido de la doliente: "Non, si che parece imos ao canteiro".
Algo así sucede con los deberes escolares. Un debate tan tramposo como innecesario. Tan artificial como interesado. Mi generación empezaba el colegio tarde, seis, siete años. Ahora, guardería desde los pocos meses. Aquellos eran, para el escolar, tiempos de tribulación y congoja. La letra con sangre entra. Pero todo cambia. Hoy, mi hija pregunta en agosto por el cole, prueba irrefutable de que le divierte y mérito, claro, de los docentes.
Como escolar no recuerdo deberes. Creo -puedo equivocarme- que no eran obligatorios, al menos en mi centro. Así que mis deberes consistían, llegado a casa, en besar protocolariamente a mi madre y salir echando leches, bocadillo de chorizo en mano, para poner el mundo patas arriba con los amigos: jugar al futbol, busca nidos con polluelos o hurtar fruta. Mear en las grilleras para contemplar el espectáculo del grillo huyendo del tsunami, cosa que hacíamos con extraordinaria pericia y puntería, era otro de nuestros pasatiempos favoritos.
Fui un niño felicísimo, algo a lo que contribuyó un entorno de campo, río y dos estaciones de ferrocarril cercanas (una abandonada) que eran el contexto adecuado para convertir a cualquier pequeño en un apátrida vocacional. Quiero decir que la felicidad de la infancia se pegó de tal modo a nuestra memoria que cualquier intento por hacernos nacionales de un país era vano: nuestros países eran el Monte del Colegio de ciegos y el Campo de Domínguez, el Gafos y la Estación Vieja.
Como lo que fue bueno para mí lo quiero para mi hija, preferiría que no tuviese deberes. No porque los detracte o aprecie algo teleológicamente malo en hacerlos. Simplemente, si trabaja en el cole, que juegue luego. En realidad, ninguna cosa es mala o buena si no por la utilización que se haga de ella. Unos deberes que no atosiguen me parecen bien. Los que carguen al niño no. Mi opinión, con pleno respeto a otras, es que la principal obligación de los escolares después de clase es jugar. Divertirse hasta que la extenuación tumbe su resistencia.
Si sirve el ejemplo, fui un niño que empezó tardíamente el cole y que no hizo deberes. Un niño con altibajos escolares, supongo que como cualquier otro, y de bachillerato, COU y carrera en enseñanza no oficial (nocturno y UNED). Un niño que llegó donde quería por voluntad propia y, seguramente, ayudado por sus buenos referentes paternos y educativos. No creo, por tanto, que los deberes sean determinantes en el éxito escolar.
Pero para que no haya confusiones. Una cosa es que yo no sea defensor ni partidario de los deberes y otra bien distinta que, impuestos a mi hija por el profe Manolo, que sabe más que yo de docencia, no sea el suscribiente el primero en cumplimentar esa orden en el ámbito doméstico. Si a mi hija le encargan deberes, los hace. Faltaría más. Se entiende fácil. No puedo -ni debo- contradecir desde mi ignorancia aquello que prescribe quien sabe más de magisterio, quien maneja -y además con tino- los fundamentos de la pedagogía. Quién carajo soy para desoír criterios de especialidad técnica, argumentos de peritos en la materia que me resultan auténticos arcanos.
El problema es que en esta España de telecincos, sálvames y ots todo dios sabe de todo. Incluso el que no sabe hacer la "o" con un canuto. Insisto. No contradiré jamás una sugerencia docente. Sería muy poco instructivo para mi hija. La peor lección que podría impartirle. Que no considere los deberes necesarios en absoluto repele que, ordenados por su docente, mi hija los haga. En los sesenta no era infrecuente que si el profe te daba un "chapeirazo" fueses -una única vez- en paseo victimista a tus papis: "Don fulanito me pegó". La respuesta paterna era inmediata, genérica y uniforme. Y era, también, un tratado de filosofía pedagógica que no dejaba lugar a dudas respecto de la autoridad del docente: "Algo harías".
Afortunadamente, la corrección física pasó a mejor vida. Pero, lamentablemente para el sistema educativo, lo hizo también el principio de autoridad del profe. Entenderán ahora la conversación que sirve de proemio a esta columna. Para la dolencia ovárica, el ginecólogo. Y si quieren un muro de cantería, recurran al cantero. En realidad, el debate ser resuelve con máximas de experiencia: zapatero a tus zapatos. Y en cuestión de deberes, lo que digan los profes. Cómo no.