Bernardo Sartier
La jauría humana
Disculparán los lectores de Pontevedraviva la inmodestia de la autocita. Pero en este mismo digital publiqué, el 17 de marzo del 2.016 un artículo titulado "Presunción de culpabilidad". Pasó desapercibido pese a que en él (perdonada sea nuevamente la inmodestia) hacía un análisis -estimo que muy lúcido- respecto del maltrato que se le inflige a uno de los derechos fundamentales más preciosos -y preciados- de los Estados democráticos, el derecho a la presunción de inocencia.
Aprovechaba, ya de paso, para criticar -la no militancia política es siempre un tesoro- la hipocresía de los partidos, de todos los partidos, en relación con él.
Miren. La presunción de inocencia, derecho fundamental, goza de protección procesal reforzada, concretada en la preferencia y la sumariedad, características solo predicables de concretos derechos de nuestra Constitución.
Para que se entienda: el derecho de propiedad puede impetrarse ante los tribunales reivindicando una finca, pero se tramita por riguroso orden cronológico; en cambio, un derecho fundamental, por su superior categoría, se dilucida en un proceso que desplaza a otros en el tiempo -anteponiéndose- y con trámites acortados, tendentes a obtener una sentencia en plazos más breves que los ordinarios. Por algo son esos derechos calificados de fundamentales.
Pero en este puto país lo que ocurre con indeseable frecuencia es lo que en las repúblicas bananeras, en las que rige, de hecho, la presunción de culpabilidad.
Comentaba el otro día a mis compañeros que la presunción de inocencia, en términos comprensibles, debería explicársele a mi hija de siete años en primaria. Contribuiríamos así a formar ciudadanos sensatos y respetuosos con el ordenamiento jurídico, y también y de paso, con el resto de la sociedad. Nos iría mejor y nos evitaríamos el lamentable espectáculo de ver como auténticos ignaros, sujetos carentes de los rudimentos jurídicos más elementales analizan situaciones que le son técnicamente ajenas basándose únicamente en prejuicios, o sea, aquellos condicionamientos alegales que preceden al juicio. Burros osados que condenan anticipadamente a quien ni se ha sentado en un banquillo.
Quiero decir que incluso al que pillan en una conversación telefónica incurriendo en delito flagrante permanece bajo el paraguas de la presunción de no culpabilidad mientras una sentencia firme no lo condene. Perece una obviedad, pero es una obviedad que con demasiada frecuencia se olvida, omite o relega interesadamente.
No estoy diciendo nada que no haya dicho en el artículo que citaba al principio.
En lo de Rita Barberá (lo mismo que en políticos de uno u otro signo) escuché desde el principio los aullidos de la jauría humana. Los de los medios de comunicación carroñeros y amarillos, sensacionalistas y teledirigidos desde una trinchera política concreta; aprecié el desparpajo de políticos adversos que jugaban alegremente con datos extra proceso, que manejaban a conveniencia para condenarla sin juicio previo porque su única pretensión, claro, era hundirla; y aprecie, todavía más sucio e injustificable, el silencio de su propio partido volviéndole la cara como si fuese una apestada porque la corrección política imponía condenarla aunque no hubiese sido juzgada. "Ya no pertenece al partido", oí decir, gélidamente, a un jovenzuelo bien parecido del PP con indisimuladas ansias de crecer en la organización.
Conmiseración me produjo verla casi arrastrarse llamando a Margallo en los aledaños del Congreso: "Margui, que no me has saludao".
A Rita Barberá no la han matado los medios, ni su partido ni sus antagonistas políticos. Rita se ha muerto porque un sobrepeso evidente ha deteriorado sus arterias y su corazón ha dicho basta. Se ha muerto, en suma, por causas fisiológicas, que siempre son más determinantes que las hostias que da la propia política. Pero eso sí. En someterla a un vía crucis, en ensañarse con ella, incluso en el aspecto físico francamente deteriorado que últimamente mostraba colaboraron decisivamente sus enemigos políticos, sus compañeros de partido, alejados de ella como de una sidosa y, finalmente, concretos medios de comunicación que hicieron de la normalidad procesal un circo.
El artículo que citaba al comienzo de esta columna terminaba así: "En este tema lo único que observo en los partidos políticos es una hipocresía magnífica. Y un clamoroso desprecio por la presunción de inocencia. Un derecho fundamental hermosísimo que vale para Borox y para Pujol. Para Besteiro y para Berberá. Porque vale para todos". Lamento tanta presciencia. Haber acertado. Pero sobre todo lamento, de corazón, que en mi país se siga pisoteando la presunción de inocencia como en los regímenes totalitarios.
Me decía el otro día alguien que Rita le parecía una prepotente. Como no la conocía no puedo afirmarlo. Incurriría en lo que critico, o sea el prejuicio. Ahora bien. Admitamos que lo fuese. La peor de las delincuentes incluso. Pero es que saben qué. Que hasta delincuentes y prepotentes gozan del derecho a la presunción de inocencia.