Kabalcanty
Sobrevivientes (17)
El doctor Amedo volvió a la pantalla de su ordenador portátil después de llamar por el teléfono cerrado a Tobías Camacho, médico adjunto y único facultativo que, junto con Amedo, seguían en activo en el Hospital Sur.
El doctor revisaba algo en el monitor que le abstraía hasta tal punto que no escuchó la entrada de Camacho. Comprobaba insistentemente las anotaciones de su cuaderno con lo que exponía la pantalla del pc.
— ¿Pasa algo, Fernando? -dijo Camacho, situándose frente a el otro, apoyando los dedos sobre la mesa.
Tobías Camacho era un hombre joven, escasamente rebasaba la treintena, de frente muy despejada y cabello muy corto. Tenía los ojos claros y dulcificados porque se rasgaban ligeramente dándole un aire oriental. Su aspecto desaliñado (una bata arrugada sobre una camisa de cuadros a la que le faltaban varios botones) contrastaba con sus maneras finas y su voz templada.
— Tengo la certeza de algo muy importante que debes saber, Tobías -dijo Amedo, despojándose de las gafas y restregándose los ojos con los dedos pulgar e índice.- Siéntate, te lo ruego.
Tobías Camacho concentró toda la atención en su colega y tomó asiento. Se pasó una mano por sus generosas entradas y la deslizó con demora hasta el final del cuello.
— El virus de La Epidhemia salió de un laboratorio y su propagación no se debe a factores ambientales propicios -dijo Amedo con una tranquilidad fatigosa- Quiero decirte que fue alguien o algunos los que extendieron el virus a propósito.
Camacho le observaba incrédulo, vencido hacia la mesa como si su estupor necesitara de un apoyo urgente.
— ¿Cómo lo has descubierto para...........?
— Llevamos más de un mes tomando muestras en el alcantarillado de la ciudad -siguió Amedo- ya que las primeras analíticas en infectados demostraban una rara coincidencia de gérmenes desarrollados en putrefacción. Es de suponer, por la ingente cantidad de ratas muertas en las cloacas infectadas por el virus, que expandieron la pandemia por allí y esperaron pacientemente a que aflorara a la superficie. El contagio no sólo se produce en el aire sino también con la mera cercanía con las aguas residuales y hasta con los propios aparatos de saneamiento de nuestras casas. Es un plan bien pensado, Camacho, y tan destructivo como para acabar con más de la mitad de la humanidad.
El joven médico se echó entonces sobre el respaldo de la silla e hizo un afanoso esfuerzo por tomar aire.
— Ven, acércate -dijo Amedo y giró levemente el monitor para mostrarle algo.
Camacho se levantó raudo para apoyar las manos en la trasera de la silla de su colega. Escudriñaba atentamente mientras escuchaba las disquisiciones, alternando la pantalla del pc con las anotaciones en el cuaderno de Amedo.
Fue largo el monólogo pues, terminado, se dieron cuenta de que estaban inmersos en una total oscuridad que sólo rompía el resplandor de la pantalla.
— Se nos hizo de noche -comentó Amedo, levantándose y yendo al pulsador del fluorescente del cuarto.
La luz llenó el habitáculo de una inconstancia lumínica que temblaba sobre el linóleum. El polvo de las estanterías, llenas de carpetones y montones de folios con las esquinas dobladas, nevaba de gríseo viso a tono con el soporte metálico de su estructura.
— Entonces debemos denunciar lo antes posible, Fernando.
Amedo se peinó los cabellos entrecanos con la mano y los colocó detrás de las orejas. Hizo intención de hablar de algo relacionado, pero siguió por otro camino.
— Cañas y Albarrán, los auxiliares, son los que bajaron a las alcantarillas a tomar las muestras y saben algo de mis investigaciones pero no lo sustancial; Carmen, mi mujer, sí que está al tanto de mis sospechas desde el principio.
— ¿No confiabas en mí? -preguntó Camacho, sentado sobre el esquinazo de la mesa.
La sombra de Fernando Amedo se agrandaba a sus espaldas sobre la puerta de acceso a su despacho. Se pintaba más encorvada, más evanescente, como si su silueta buscara un resquicio en la puerta para poder huir.
— Excepto en mi mujer, no confío en nadie, Tobías .-dijo paseando con las manos en los bolsillos de la bata- Sé que el enemigo es poderoso y casi invisible, y si te he metido a ti en este embrollo es porque creo que eres el primero que lo debe saber; tu resistencia al pie del cañón en este hospital merece por lo menos eso.
— ¿Y qué propones?
— Buscar con cautela aliados de confianza con peso político que nos puedan ayudar, pero nada de denuncias, levantaríamos un revuelo que no nos sería nada beneficioso. Recuerda que tras La Epidhemia hay gente con poder absoluto que nos aplastaría sin más.
Camacho asintió para sí, meditativo, sin seguir el deambular de su colega por el cuarto. De su frente destilaban algunas gotas de sudor que brillaban a la luz del fluorescente.
Alguien llamó a la puerta dos veces seguidas y llamó la atención de los dos médicos. Apareció Ruiz, tras abrirle Amedo, con un semblante impertérrito que buscó el rostro del doctor.
— Al fin murió mi padre, doctor.
Dijo lacónicamente, sin hacer intención de entrar a la habitación.
— Vendré mañana a por el certificado de defunción. Buenas noches, señores.
Cerró él mismo la puerta.
Los dos médicos se quedaron silenciosos escuchando alejarse los pasos de Ruiz por el pasillo.