Kabalcanty
Sobrevivientes (18)
Dio un traspiés al salir del tugurio sintiendo el calor de la ginebra en lo más alto de su cabeza. Había bebido hasta que gastó la última moneda que llevaba encima, no era mucho dinero pero sí el suficiente como para emborracharte con ese mejunje transparente que vendían impunemente y que obnubilaba la razón y taladraba el estómago. Se apoyó en la fachada de una casa para tratar de tomar consciencia de lo que iba a hacer.
"Sí tenemos que diñarla vamos a irnos cogiéndola parda", se escuchaban voces masculinas al fondo de la calle en cuesta. La noche era profunda, con esa tonalidad apagada que hacía crecer a las sombras como corporeidades alrededor de las escasas farolas lucientes. La lluvia escurría por la acera reluciendo el pavimento grasiento y provocando el constante gargarismo en las bocas del alcantarillado.
Rosa se irguió cuanto pudo y echó a andar al oír cercanas las voces. Se acordó del impermeable que se dejó en el hospital al comenzar a notar la humedad en sus ropas. Trataba de andar deprisa pero sus piernas parecían agarrotadas, su mente urgía una velocidad que su cuerpo demoraba torpe.
— ¡Eh, tú, chavala! -escuchó a sus espaldas mientras el cántico monótono cesaba- Vas muy sola en esta noche de lobos.
Una estruendosa carcajada resonó a sus espaldas seguido de un murmullo que acabó siendo clamor.
— ¡Ven, mujer, yo te doy cobijo entre mis brazos!
Se acercaban a ella.
Su cabeza giraba alocada al compás de un cuerpo que a cada paso le era más pesado y desobediente.
— ¡No corras, mi amor!.
Tropezó y cayó de bruces en mitad de la acera. Sintió el olor fosfórico de muy cerca y en el pecho una frialdad que parecía atravesarla. Rosa quiso cerrar los ojos, dormir aunque fuese para siempre.
Sintió cómo le subían la falda más arriba de la cintura y un calor cercano que apestaba a alcohol barato que emanaba de los jadeos previos.
— ¡Joder, tú siempre tienes que ser el primero en todo!
Dijo uno de los hombres con una voz desmadejada.
Le arrancó las bragas y la levantó cogiéndola por la cintura. Rosa era incapaz de revolverse, le dolía algo insondable que iba más allá de su carne. Tal vez fuera esa una buena forma de morir y abandonar aquel mundo que le resultaba, ahora como nunca, tan insoportable. La ginebra no le ayudó como otras veces y, en vez de evadirla, reconcentró más sus ansias destructivas convirtiéndola en un espectro que caminaba al núcleo de la oscuridad eterna. No le importaba nada, ni siquiera el miembro del hombre que la penetraba una y otra vez, porque su cuerpo parecía serle ajeno, una carne pasto de la devastación de La Epidhemia.
— ¡¡¡Se te caerá la polla a cachos porque estoy contagiada, hijo de puta!!!
Su grito desgarrador le sorprendió a ella misma. Resonó cual azote destructor hasta la negrura ingente del fondo de la cuesta.
El hombre se retiró de ella y observó atónito a los demás. Hubo un silencio sepulcral mientras Rosa se dejaba caer de costado bajándose la falda.
— ¡Hija de la grandísima puta! -rugió el hombre, dándole un puntapié en las piernas de la mujer.
Cuando se fueron, Rosa se ayudó con la pared de una casa para incorporarse. De su rodilla manaba un hilo de sangre que ya le manchaba parte del zapato. Le vino un sollozo que se estranguló en su garganta como una punzada tras un gran esfuerzo. La lluvia la bañaba por completo por lo que comenzó a sentir un frío intenso que la hizo tiritar en un par de ocasiones. "Si tenemos que diñarla vamos a irnos cogiéndola parda", oyó al final de la cuesta, en el corazón de la oscuridad, el canto animal de los hombres.
Tomó la dirección contraria por la que desaparecieron ellos, tambaleándose, aferrándose a las fachadas y a las farolas, sin dirección alguna, dejándose caer. En su semblante macilento se perpetuaba el cansancio con su boca entreabierta y sus ojos hundidos entrecerrados.
A lo lejos vio las luces del Hospital Oeste. Los manifestantes daban tregua en la madrugada con lo que el contingente policial era menor. Tres tanquetas militares vigilaban la entrada al recinto girando sus focos trescientos sesenta grados.
Pocos metros después fue cuando Rosa encontró el cuerpo del hombre. Primero se topó con un sombrero de paja medio roto. Se enredó entre sus pies lo que le hizo escudriñar la acera y ver al hombre tendido unos metros más allá. Estaba tendido junto al bordillo bocarriba y con el rostro ensangrentado.
Rosa se acercó indecisa a él. Se agachó y comprobó que, aunque dificultosamente, respiraba. Miró a todos lados y se encontró con la soledad más absoluta. Más allá, la línea policial y los militares le fueron indiferentes.
— Oiga, oiga.
Le dijo, palmeándole el rostro con delicadeza.
Aquel cuerpo le hizo reaccionar de una forma casi involuntaria que olvidó su desidia. Allí, agachada ante el hombre, con la noche como único testigo y la soledad por aliada, parecía sentirse viva, útil. Pudiera que no lo pensara en aquellos instantes, pudiera que ni siquiera sopesara el impulso vital en su cuerpo cargado de fatiga y alcohol. Nadie en el último aliento, cuando las esperanzas parecen cosas del pasado y dejamos que el abismo nos trague a su merced, nadie puede negarse a agarrarse a un postrero suspiro que nos frene el descalabro. Acaso cuando las cosas están más perdidas, cuando ya no se ve más que por los ojos del desaliento, acaso en esos inciertos momentos es cuando más receptivos estamos para colarnos por cualquier resquicio inverosímil y retornar a la vida.