Bernardo Sartier
Vamos a contar verdades
Porque diga lo que diga Puigdemont, por el mar no corre la liebre. Seamos honestos. En la dialéctica del "procés" la cuestión no es quién miente menos, sino quién resulta más veraz. Estado o independentistas. No tengan dudas: el Estado. La verdad del Estado es la buena. La del gallego contribuyente que no está dispuesto a que un catalán nacionalista se lleve un céntimo de euro más que él del presupuesto común.
Y sí, reconozcámoslo. En España ha habido focos de catalanofobia, una catalanofobia selectiva y razonada que no iba contra el buen pueblo catalán que se sentía parte de un todo común, sino contra la facción independentista minoritaria, insolidaria y avariciosa que se reputaba no ya diferente a los españoles, sino abiertamente superior a ellos. La catalanofobia al independentismo no es el mejor de los sentimientos, pero se produjo como un mecanismo reactivo, una suerte de legítima defensa frente al sentimiento de agravio sembrado por el complejo de superioridad del segregacionista, ese desprecio al charnego, al ser inferior que, aprendices de racistas pero encantadísimos de conocerse, nunca disimularon un ápice. Lo inventó Sabino Arana: el vasco es limpio, el maqueto español falto de aseo. Fue esa fobia al extremeño o al murciano la que hizo germinar el "España nos roba", brocardo tan artero como falaz porque los únicos que llevan tiempo birlándonos la paciencia, el tiempo y la salud son los apóstoles del ADN soberanista, los independentistas echados al monte que confundieron legalidad constitucional con papel higiénico. Cómo van a robarles aquellos a quienes facturan el cuarenta por cien de sus exportaciones, el cuarenta por cien de los bienes y servicios que produce Cataluña. Atinó Pla, catalán de pura cepa, cuando dijo que el catalán es el más español de los españoles al que alguien se ha pasado mucho tiempo diciéndole que era una cosa diferente.
Por eso conviene seguir contando verdades. Como por ejemplo que las dos únicas revoluciones industriales de España se hicieron en Cataluña y País Vasco, con inequitativa preterición del resto de regiones; o que Cataluña nunca adquirió, políticamente, más relevancia que la de condado vinculado al reino de Aragón, por más que Sánchez Piñol, luminaria subvencionada del nacionalismo, se obstinase en "Victus" en describir el asedio a Barcelona como guerra de secesión y no de sucesión. La verdad incómoda acostumbra a ser dolorosa. Por eso el independentismo ha construido su república de cartón piedra en torno a la mentira (se creían tanto su republiquiña de butifarra que ni arriaron la bandera española del Palau). Empezaron con la mentira del derecho a decidir, invento acientífico que cualquier universitario lento situaría en sus justos términos jurídico-políticos como derecho de autodeterminación. Verbigracia la India explotada de Gandhi. Pero no es el caso. Quién puede predicar tal enormidad de una de las regiones más prósperas de Europa. Además, ofende la comparación. Gandhi pasó mucho tiempo en la cárcel, tanto que cuando Londres lo encarcelaba decía "sabe Su Majestad que jamás rehúso la hospitalidad de alojarme en uno de sus hoteles"; al contrario que el Mahatma, los independentistas catalanes que votaron amparados en el anonimato no trascienden la categoría de cagones, cobardes incapaces de mostrar el sentido de su voto y afrontar con un mínimo de dignidad el hipotético futuro carcelario consecuente a su insumisión.
Continuemos contando verdades. No existe Constitución escrita en el mundo, mucho menos tratado internacional que reconozca el derecho de autodeterminación de las colectividades que integran un Estado. Por eso, a los mendaces irresponsables que pregonan el agotamiento del texto constitucional convendría recordarles que las Constituciones no incluyen una clausula generacional de reforma ("yo no la voté", suele ser el trapacero argumento de quienes, denostándola, se amparan en ella para intentar cargársela). Decían los tomistas que no hay norma auténtica si no es estable, pero esto no va con aquellos que ansían modificar la Constitución al socaire de cada vaivén generacional, incluso de cualquier veleidad antisistema. Ocurre, sin embargo, que si siguiésemos tal falacia no estaríamos en presencia de una Constitución, sino de un panfleto. Y como razón, verdad y legalidad no están de parte del independentismo fulero que retira ofensivamente banderas españolas de los escaños humillando gratuitamente a muchos compatriotas, el Estado reacciona con el 155. ¿Saben por qué? Porque el artículo 97 de la Constitución atribuye al Gobierno la dirección de la política interior y la defensa del Estado, y porque el constituyente quiso un artículo que, frente a la insubordinación arbitraria de una Comunidad Autónoma, liberase las manos del ejecutivo para adoptar las medidas coercitivas imprescindibles. Porque se pongan como se pongan los independentistas, España es indivisible. Política y jurídicamente, y en su pueblo reside la soberanía nacional, aunque esto parezca importarles un carajo a los golpistas y alcen frente a ello la mentira y el cinismo.
Por eso no hay que resistirse a seguir contando verdades dolorosas para los montaraces, para el cuperismo de nekanes y anarquistas anacrónicos, como que en la redacción de la Constitución del 78 participaron dos ilustres catalanes, Solé Tura y Miguel Roca, juristas avisados; o que la Constitución fue refrendada en Cataluña masivamente, siendo la segunda Comunidad Autónoma en participación y votos afirmativos tras Andalucía; o que su Estatuto de Autonomía fue plebiscitado con el ochenta y ocho coma uno por ciento de votos favorables, ventaja sustancial sobre el Estatuto de 2.006, setenta y tres por cien y casi un sesenta de abstención y que les sirvió de coartada para justificar su aventura por más que, finalmente, fuera colocado en su sitio por el Tribunal Constitucional como interprete último de la Constitución. Por cierto. Cuando la gestación de la Constitución fueron los catalanes los que rehusaron una fórmula similar al cupo vasco. Pero frente a estas verdades es mejor erigir la fortaleza cínica de la falacia y seguir pensando que a TV3 no la teledirigen independentistas amarrados al teto nutricio -y subvencionado- de la Generalitat. Lo explica Goyo Morán en su libro "La decadencia de Cataluña contada por un charnego". Empezó a arrearle "zascas" al independentismo y al Conde de Godó, propietario del medio en que escribía y con el que no había cambiado una sola palabra, le faltó tiempo para decirle a un subordinado lamepollas "sácame eso de ahí", que ya tiene perendengues un columnista reputado de "eso", cosificado como objeto que estorba y se arroja a la basura. Muestra con quién nos jugamos los cuartos. Así echaron a Morán, "solo" veinticinco años escribiendo en "La Vanguardia" sus "Sabatinas Intempestivas". Noten cómo se las gasta el independentismo con los intelectuales disidentes.
Y luego la mentira más deleznable. La de la represión y los heridos. El pueblo indefenso vapuleado por antidisturbios pinochetistas, crueles y sádicos. Demasiado libre soy, demasiadas canas en los huevos para tragarme semejante estupidez. Porque decir que un antidisturbios arrastra a una señora por los pelos implica contar otra verdad: que la toma de colegios, así sea pacíficamente como supuesto derecho de manifestación excede con mucho los perfiles que la Constitución le atribuye, primero porque no se pidió autorización gubernativa previa, segundo porque lo que se pretendía, aun bajo la pátina aterciopelada de la legitimidad sufragista era ilegal y, tercero, porque antes de la reacción policial hay que contar qué provocación previa medió por parte de la desobediente, a más de impedir el paso a los servidores del orden. A lo mejor, a estas alturas es todavía necesario recordar que el monopolio de la violencia legítima es del Estado, no de quien pretende votar en un referéndum ilegal obstaculizando para ello la actuación de la policía. Ah. Y para violencia la de los Mossos, que en las protestas del 29-S le sacaron un ojo a una ciudadana y detuvieron a 33 manifestantes. La Generalitat entonces detenía mucho, claro que entonces a los Mossos no los mandaba Trapero, el comodoro político de Puigdemont. O sea que ni Guardia Civil la Gestapo ni los Mossos integrantes de una ONG dirigida por la Madre Teresa de Calcuta. Al padre que llevaba en sus hombros a un menor -y al que un Guardia Civil invitó con ternura a que abandonase el lugar de la protesta- podríamos preguntarle qué perseguía: ¿utilizarle como escudo?. La contestación, también dolorosa, quizá demuestre qué cantidad de verdades está dispuesto a sacrificar el independentismo con tal de lograr su fin, incluyendo llevar a un menor de "colo" a una protesta que se antoja peligrosa. Cuánta irresponsabilidad. Queriendo crear un "Estadiño" subestimaron los independentistas el poder del Estado y se dieron de bruces con la Constitución. Porque ventilarse la entrepierna con los dictámenes del Secretario del Parlament, del Consejo de Garantías y del TC con la chulería arrogante del delincuente que se cree impune tiene sus riesgos, claro. Lamela, por ejemplo. Cuánto recuerda su charlotada un pasaje de la novela de Margaret Mitchell. Varios sudistas exaltados discuten qué harán con los nordistas cuando los venzan en la guerra de secesión. Entonces sale uno, valiente y lúcido y ante la indignación del resto dice "ganarán ellos; tienen riqueza, industria y una armada que nos bloqueará hasta matarnos de hambre; nosotros solo tenemos orgullo, esclavos y algodón". Cuánto recuerda la lucidez de ese sudista a Santi Vila, capaz de saltar en marcha antes del abismo. España, a diferencia de los yanquis no tenía armada para lo de Cataluña, pero tenía el BOE, que es arma mucho más mortífera porque con un renglón te baja del coche oficial y te pone en una boca de Metro.
Voy concluyendo. Uno puede sentirse subjetivamente lo que quiera, otra cosa es lo que diga su DNI. Mejor que nadie lo explicó Bóveda: "mi patria natural es Galicia, a la que amo más allá de mi muerte. Pero nada tengo contra España, a la que por derecho pertenezco". De momento, la única verdad incontrovertible del independentismo catalán es su capacidad para convertir una ballena entrada en carnes en una miñoca anoréxica. En el "proces" todo fue de risa, pero de una risa de velatorio. Empezando por los Consellers Rull y Turull -cúánto de dúo cómico hay en su eufonía- y terminando por la huida del libertador Puigdemont, que lejos de dejarse detener (hay reclusiones dignísimas) prefirió imitar al Dioni o a Roldán. Qué carallo. Casi prefiero que se quede en Bruselas a tener que pagarle la comida en la cárcel. Se lo juro. Ahora, un letrado de los reclusos se queja del traslado de la Audiencia Nacional a Estremera en las "furgallas" de la Benemérita. A lo mejor cree que en los cientos de prisiones provisionales que se dictan a diario en España se traslada a los chorizos en Audi. Saben qué les digo: no me alegra la prisión de nadie. Conozco la cárcel y es sumamente desagradable. Pero para evitarla, lo mejor es no buscarla. Porque en esto, como en otros órdenes de la vida, si buscas terminas encontrando. A partir de ahí, cuidado con el jabón.