Kabalcanty
Sobrevivientes (24)
El Parque de la Estación estaba repleto de vehículos militares y policiales que destellaban sobre la lluvia sus intermitentes luminosos. Tenían acordonado el parque y, en un segundo círculo, la vieja estación que se veía inusualmente alumbrada por los focos y recorrida en sus recodos fantasmales por patrullas de militares con el arma reglamentaria en ristre. Se escuchaban las voces de mando a uno y otro lado y las carreras se sucedían cuando les parecía hallar algo relevante. Los impermeables caqui refractarios imperaban en la madrugada en igual medida a la desmesurada luminosidad artificial.
A la espera de los hombres de los monos blancos ("panaderos" como se les conocía en la jerga policial y castrense) había formada una órbita de diez agentes policiales custodiando el cuerpo yerto de Ramón. Las cajas de las vacunas, despanzurradas por el suelo embarrado del parque, servían de casual lecho al cuerpo del hombre que, bocabajo, era todo un charco sanguinolento brotando de su cabeza destrozada. Partes de su masa encefálica que adherían a las jeringuillas rotas y salpicaban su ahora rojizo impermeable transparente. Permanecía abierto de brazos, descabezado, humeando bajo la llovizna de la madrugada, con la carretilla tumbada a uno de sus costados como si de ella misma se hubiera descabalgado.
En la puerta descerrajada del pasadizo, Pedrote, tartamudeando y con un notorio golpe en su pómulo izquierdo hablaba, esposado, con un militar de graduación.
Tras de él, a la misma puerta del pasadizo, junto al bidón de gasolina, Mario yacía panza arriba acribillado a balazos y con sus ojos negros incandescentes abiertos, fijos en la lluvia que los desbordaba y los volvía a llenar.
— Mira, -le decía un comandante militar a Pedrote con visible impaciencia bajo una lona extendida entre un Boxer APC y un BTR-4 8x8 APC- nos importan un carajo esos detalles ¿entiendes? Dinos sólo quién dirigía la operación y déjate de contarme cómo fue el saqueo al hospital Ángel Redentor que eso ya lo sabemos nosotros de sobra. Sólo eso, barbas, que ya me estás cabreando con tu lenguaje de "cagao".
Pedrote lloraba suplicando que le decía la verdad, que no había nadie más porque murieron, que él no quería pero que le obligaron las circunstancias y las malas compañías. Sollozaba, empapado y con salpicaduras de sangre, mirando con devoción al comandante y juntando vehementemente sus manos esposadas para infundir veracidad a sus palabras. Su larga barba parecía, en ese instante, una liana flácida balanceándose como un péndulo al final de su cuello.
— ...... Fui yo, precisamente yo, el que no quise entregárselas a ese doctor Amedo y pasarlas al lado inmunizado, comprende mi comandante, fui yo, solamente yo el que quise que las vacunas.......
— ¡¡Un momento!! -gritó imperioso el militar- ¿Has mencionado el nombre de Fernando Amedo?
— Ame....do, sí......el doctor que le íbamos a entregar..... las.... las vacunas en el Hospital Sur.
Tartamudeaba Pedrote con la boca entreabierta, asintiendo nerviosamente y avizorados sus ojos en la expresión del militar.
El comandante se acercó a un Audi negro con las lunas tintadas y golpeó uno de los cristales de la puerta trasera un par de veces, después de que dos soldados le franquearan el paso con un enérgico saludo militar.
— Está Amedo detrás de todo esto, mi general -dijo el comandante nada más sentarse en la oscuridad trasera del coche, quitándose la gorra- En el Albergue Social cogimos a dos y los mandamos al Depósito 7 porque las vacunas robadas ya no estaban allí; había que actuar rápido.
El puro habano que fumaba el general hacía casi irrespirable la atmosfera. El robusto general se atusó el bigote amarillento después de exhalar una bocanada de humo.
— Bueno, ese asunto está casi zanjado -dijo desde una voz áspera y asmática, tomando aire cada par de palabras- Tengo noticias que el Hospital Sur está en manos de los insurrectos que hemos permitido entrar. Dentro de poco Amedo y su búnker serán historia, comandante Salinas. Ten por seguro que eso a Él le va a gustar; está hasta los "güevos" de ese matasanos y sus manejos.
— Comparto su opinión, mi general.
El comandante aguzó sus ojillos de ratón para asentir. Luego, antes de salir, tosió un par de veces soslayando ceñudo la neblina del habitáculo.
— Un momento, Salinas -dijo desde su sitio el general, resonando cavernosos sus pulmones al tomar aire- Al detenido matarile, eh.
— A la orden, mi general.
El comandante se cruzó con media docena de los hombres vestidos con los monos blancos y sus máscaras que se detuvieron cuadrándose a su paso.
— Buenas noches, señores -contestó el militar, llevándose la mano derecha al filo de su gorra.
Vio humear su gabardina bajo la llovizna y masculló un "maldito tiempo" entre dientes poco antes de llegar a la altura donde se encontraba Pedrote.
Con una seña llamó a un sargento apostado junto a un todoterreno militar que hablaba con un grupo pequeño de soldados.
— A la orden, mi comandante -dijo el sargento con brío.
— Pégale un tiro al detenido y que se le lleven también los "panaderos" cuanto antes.
Dijo, aséptico y urgente, sin mirarle a la cara al sargento.
Diligente se dio la vuelta y se encaminó al jeep de mando escudriñando con gesto adusto el impenetrable cielo negro de la madrugada.
Primero escuchó el breve alarido implorante y, acto seguido, el disparo.
— Dame otra gabardina que esta ya apesta, Galán.
Nada más llegar al jeep ordenó al soldado y este fue raudo a la trasera del vehículo para traerle uno nuevo.
— Este puto tiempo del infierno.
Agregó al despojarse de la gabardina empapada y lanzarla fuera del vehículo.