Esteban Fernández Santos
Los que se fueron, se van y se quedan
Dedicado con todo el cariño y respeto a Don Gonzalo Adrio
Hace unos días manteníamos unos amigos y un servidor una amena conversación sobre los seres queridos que nos han dejado. Les pongo en antecedentes. Era yo el menor de los tertulianos, llevándome ventaja de treinta a cuarenta años el más joven. ¡Imagínense! Acomodados en un conocido restaurante de la Boa Vila, las viandas satisfacían las primeras hambres, mientras unos preguntaban, otros contestaban y todos nos sorprendíamos con las risas seducidas por un magnifico Ribeiro. Y el tema no se hizo esperar. Todos recordábamos a alguien que se fue, y no por voluntad propia.
En reuniones así, la velada se caracteriza por una cadencia leve y tierna. Movimientos suaves y no calculados, miradas mantenidas, risas que no acaban de nacer, incluso cierta "retranca" en el uso de la palabra cuando ésta se aviene vaga y perezosa. ¿Les pongo un ejemplo? "¿Te acuerdas de Manolo?". "Sí, hombre, que su hermano Pepe era Policía Municipal". "¿No te acuerdas? ¡Iba de caza a Zamora!". Leve brillo en los ojos de aquel que por fin da cuenta de las
débiles sombras del pasado. "¡Pues ha muerto hace unos días!". Sorpresa, incredulidad, incertidumbre, desasosiego… pensamientos que se tropiezan, profundos e intensos.
Ellos se van, seres queridos, amigos, familiares… Nosotros recordamos. Las nostalgias se derraman en las memorias frágiles por la edad, temerosas por la perdida, a veces, simplemente, ausentes en un vano intento de no sucumbir a la terrible tristeza. Cuando vas teniendo edad, y sobre todo cuando cruzas esa barrera de la mal llamada "tercera edad", no solo acumulas arrugas que llagan la cara, también acopias los féretros de las almas queridas, amadas y eternas. ¿Se te agría el semblante? No, lo mal acostumbras.
En esas estábamos. Habíamos dado cumplida cuenta de la espléndida "empanada de zamburiñas", manteníamos una discusión de si mejor maridaba un Albariño o un Ribeiro para la merluza en salsa de tomate que se apresuraba a invadir los mares de la mesa. Por un momento me vino a la memoria mi abuela Lucía… Ella se hubiera decantado por un Ribeiro. En ese instante, rememoré su sonrisa, entre infantil y traviesa, su voz áspera y grave, su pelo negro azabache y su tez bronceada por el sol indolente de los campos de patatas de La Gándara. Mi abuela era de todo: cocinera, repostera, vendedora de velas y exvotos en las
romerías, friega portales y también limpiaba casas. A los catorce años llevaba troncos al hombro en la Cross, decía altanera. Ayudaba a su madre a amortajar a los muertos, mientras el abuelo era el barquero del río Lérez. Nació en 1915 y para mí sigue viva, pero de otra manera.
Y aquí es a donde quiero llegar. Cuando un ser querido se va, aparte del dolor y la pena que nos deja, algo de nosotros también se va y, quizá, nos queda un vacío que el transcurrir del apático tiempo va llenando con presentes y futuros. Mientras los amigos evocábamos a los que se habían ido, por un momento los hicimos presentes, contando sus historias, compartiendo la mesa con ellos. No se crean ustedes que nos invadió la tristeza, al contrario, rejuvenecimos al unísono, estaban con nosotros y por una vez, como diría mi querido amigo Juan Vidal Fraga, fuimos capaces de transcender el tiempo y el espacio… Ellos aquí y nosotros en ellos. Esos instantes en que la amargura pasada se transmuta en una levedad aterciopelada de felicidad por el advenimiento del recuerdo puro, sin ambages, tal cual, en su maravillosa esencia.
"He sido viejo siempre, empiezo a rejuvenecer a las puertas de los cincuenta". Le decía a una amiga que intentaba convencerme de darle un "toque" a mi atuendo. ¡Vaya por Dios! ¡A estas alturas de la vida tengo que ponerle más "color" a los ropajes externos! ¡No cederé ni un ápice! ¡Vale, sólo un poco para evitarle el mal ceño! A esta querida amiga se le fue el padre hace unos pocos años, no había día en que no lo recordará. Pasó un año muy malo y tuve el privilegio (los amigos estamos para las duras y las maduras, faltaría más) de ser algo de consuelo. En aquellos momentos compartía sus silencios interrumpidos por fugaces llantos, sólo permanecía a su lado, callado, con la mirada serena aunque compungida.
Vi como con el paso de los años sus recuerdos ya no eran interrumpidos por la mirada absorta, incluso llegaba a amenizarnos con sus anécdotas pergeñadas de tiernas comicidades. Era delicioso disfrutar de su mirada que volvía a brillar. ¿Había olvidado a su padre? En absoluto, estaba vivo… pero de otra manera. Vivo en ella.
Reconozco que estos días, y de testigos los tengo a ustedes, que la "vejez" y la "muerte" empiezan a ser recurrentes en algunos artículos. He de confesar que me da miedo tanto "envejecerme" como "morirme" (dicho así… a cosa hecha). Y, desde luego, no soy el único. Me imagino que a otros tantos les pasará lo mismo, y capearan el drama con los mejores oficios.
Estaré pasando una "racha bohemia", mamá dice "lideiras de poeta sin letras". Razón tiene, en la vida he estado tan escaso de versos como estos primeros días del año nuevo.
Jesús Muruais Bao, uno de los espíritus más jóvenes que he conocido, me llamaba de madrugada y exclamaba por teléfono: "¡Amanecer en versos!". Significaba que tenía que bajar de Salcedo –raudo y veloz- a la Boa Vila, al refugio de un café con leche en las primeras auroras, allí estaba yo de amanuense sin estudios editando los poemas de mi amigo. Eran los días del Windows 3.1 y aquellos ordenadores incomprensibles, de ahí que Jesús me descubriese sus primicias poéticas como contraprestación a la posible pérdida de datos, la parte técnica corría de mi cuenta. Me viene a la memoria como si fuera ayer. Lo estoy viendo y viviendo.
Una de nuestras aventuras poéticas - ¿me permiten compartirlo con ustedes? – era irnos en moto (sí, fuimos "moteros") hasta los acantilados de Corrubedo. Llegados al faro desafiábamos las olas con nuestros versos, a gritos, ambos con voz atiplada, sabedores vencidos por la formidable naturaleza, y al final de los cantos nos desparramábamos a risas… ¡Así de primitivos éramos! Volví, veinte años después, arreciaba el viento y el cielo se rompía en llantos, sonreí, otra vez. Aunque la voz la tengo más crecida, no me atreví a gritar el último poema, se me fue en susurro, aún no hube acabado y a la memoria retornaron los mismos versos. "¿Te acuerdas, Suso?". "Grita, Esteban, grita con todas tus fuerzas…". Allí estaba, esperándome. ¿Pena? Ninguna, sigue tan en mí como los latidos que siento en este instante.
Quiero dedicar estar letras al infatigable y entrañable Gonzalo Adrio, que falleció a los 98 años de edad el primer día de este año que acabamos de estrenar.
Me lo presentó Juan Vidal en un encuentro fortuito en la Audiencia Provincial, acababa de cumplir un servidor 19 años, han pasado treinta, y mi recuerdo se quedó impregnado de su jovialidad, compromiso político y sobre todo honestidad y la grandeza de un ser humano único e irrepetible. En estos días su memoria permanecerá en todos nosotros. Mis más sinceras condolencias a familia y amigos, con el deseo de que mis pobres palabras, las que he podido hilvanar con la mayor de las delicadezas, os den aliento y ánimo en estos días torpemente solitarios y, sin embargo, henchidos del cariño, respeto y admiración por Don Gonzalo.