Esteban Fernández Santos
Cuando éramos niños
Estaba sentado conmigo mismo en "El Nacional", allí en la Plaza de Concepción Arenal, sacándole una foto con el móvil al café con leche y los churros que estaba dispuesto a mandarle a una buena amiga por WhatsApp (la foto, digo), con carácter previo a dar buena cuenta del ágape. Se preguntarán ustedes, no sin razón y algo de curiosidad, como un hombre hecho y derecho como el interfecto que les escribe hace fotos de un café con leche y unos churros, bien traído. Porque cuando algo es excelente se debe acreditar con pruebas. A quien yo le mandaba la foto se jacta de llamar "churros" a lo que en realidad son "porras", tiene enjundia el cuento. ¡Los churros caseros son asimétricos! Se distinguen perfectamente de los "congelados" porque estos van uniformados mientras que aquellos son hijos de su madre y su padre, reconocidos por su sabor que tanto los mojas en el café como te los comes a palo seco. ¡Excepcionales! ¡Chulerías las mínimas, faltaría más!
Así con estas parvadas observé a unos niños sentados en unos bancos que se reían solos. Sostenían todos ellos un móvil, de cuando en cuando y por el rabillo del ojo echaban un vistazo a las pantallas de unos y otros. Más risas y carcajadas. El cuadro era simpático, porque no pasaban ni cinco minutos y uno de los zagales pegaba un brinco en el banco y soltaba un sentido improperio, solazándose los otros ante reacción tan expresiva del compinche. Haciéndome una rápida composición de lugar, me percate que estaban jugando entre ellos a algún vídeo juego, de estos que están ahora tan de moda cuyo nombre soy incapaz de pronunciar.
El café con leche y los churros se fueron en un suspiro, mientras disfrutaba de la escena que les relato. ¡Qué tiempos aquellos! En el mismo lugar que estaban ellos, jugábamos los amigos de entonces a las canicas y a las chapas. Intentaba recordar sus nombres: Carlitos, Julito, Javier "el mayor"; le llamábamos "el mayor" puesto que era más alto que Javier "el pequeño", lo sé, fácil sería llamarles por sus apellidos -¡Y tienen razón!- de aquella no dábamos para más. Mentes sencillas, se entiende.
Abandoné la acogedora Plaza de Concepción Arenal y me disponía a bajar la cuesta de la calle Jofre de Tenorio con intención de enfilar a la calle San Guillermo, desde donde se tiene una vista de la Basílica de Santa María, que recordaba estupenda. No sé cómo de repente me encontraba en un verano de julio con doce o trece años. Arengando a las tropas, no seríamos más de seis, todos nosotros vecinos del arrabal de "Campo do Boi", que la teníamos emprendida con nuestros vecinos de "la panificadora", ubicada ésta en un transversal de la calle de San Guillermo. Nos superaban en número, pero si todo salía bien la idea era atacar por los flancos a modo de pinza y dejarlos rodeados, la escabechina sería imponente.
La memoria se despereza, evocando la épica batalla. Efectivamente, el enemigo quedo concentrado en el medio de la calle de San Guillermo, después de osar invadir nuestras líneas ubicadas en la calle Pilar Bertola, ya lo habíamos convenido. Mis hombres cubrieron ambas calles, por lo que no había escapatoria. El ataque no se hizo esperar. Abrimos fuego con los tirachinas, los bolsillos a rebosar de "chinitas", no sea que nos quedáramos sin munición. Por más que ordenaba que se luchara en silencio y con el respeto debido: "¡Si te dan te caes, que luego no llevamos la cuenta de los heridos!". Ni caso, se me insubordinaban. La sangre no se hizo esperar. "¡Concentrar el fuego en uno!" Ordené. Los pequeños así que miraban la lluvia de proyectiles huían como rayos –"¡Qué agilidad!"-, alguno se tropezaba por lo accidentado del terreno –"¡Que no disparéis a los heridos!"- se cubrían bajo los soportales. ¡Una infantería joven, pero noble!
No había pasado media hora, todos estábamos en nuestros puestos. Unos recuperando el resuello, otros utilizado los pañuelos a modo de vendas, puntería no teníamos pero sólo con las caídas las heridas de la refriega imponían lo suyo. El capitán del mando de los de "la panificadora", se le oía a lo lejos: "Oye, paramos un poco si eso ¿no?". "¿Por qué? Nosotros estamos bien y preparados". "Digo por cambiar de posiciones, le habéis dado al dos caballos de mi padre y mi hermana tiene que salir para llevarle el pan a mi abuela". "¡Así no se vale! ¡Esto no es serio!". "¡Nos van a llamar para comer! ¿Lo dejamos para la tarde si tal?". "¡Ni hablar, estáis vencidos! Mira, una cosa, mira. Cinco minutos más y lo dejamos. ¿Te hace?". "¡No hay problema, pero oye una cosa rápida, eh!".
No solíamos hacer treguas, desinflan la moral, además nuestra estrategia en la batalla era de sobra conocida: No parábamos hasta que el enemigo se batía en retirada. Sí o sí, es lo que tiene. Había que aprovechar el tiempo, así que no me lo pensé dos veces: "¡Fuego!". Mira, tremendo. Lluvia de "chinitas" en ambos extremos de la calle. "¡No abandonéis! ¡Que no abandonéis!". Las chinitas rebotaban contra las columnas de los soportales. Aquel día no se encasquillo ningún tirachinas. ¡Cada uno de mis hombres llevaba cinco gomas de repuesto! Habíamos dado un buen golpe en el Autoservicio de Don Modesto, algunos pollos se quedarían con los muslos sueltos y las cabezas colgando, nos llevamos una caja de gomas en la última exploración.
Advertidas por los gritos de la batalla, las madres salieron armadas de escobas por ambos flancos, una llevaba una fregona -¡Palabras mayores!- porque no iba escurrida. ¡No contábamos con tal artillería ninguno de los dos contendientes! Nos cogieron por sorpresa. Fui herido por una zapatilla -¡Culpa mía, descuide la retaguardia!- y caí con orgullo en medio del fregado mandando urgente "¡retirada!" con la cara inflada como un tomate, pero era demasiado tarde… poderes más poderosos que nosotros acabaron apoderándose ponderadamente -bofetada va, bofetada viene- de la situación. Rendimos los dos bandos. Después de comer, firmamos un armisticio sellado con la picadura de las ortigas (se usaba para torturas y pactos, no necesariamente por este orden), y convenimos pertrecharnos la semana que viene para atacar en el campillo de Santa María, donde tendríamos controladas a las madres (la antedicha artillería) que, sin duda –pensábamos- no podrían subir con la misma agilidad las escaleras de Santa María.
Creo que fue Javier "el mayor" quien propuso que en el campillo de Santa María en vez de chinitas, lucharíamos con palos de escoba, pero no se valía clavar puntas en los extremos, no por nada, es que se rajaban los escudos de las tapas de los cubos de basura, se quedaban clavados y era bochornoso después desengancharse. Cuando subí la escalinata de Santa María, me quedé pensando cómo había sido aquella cruzada. ¡No hay manera! Un día me contó Julito que nos había salido Don Peregrino, que era sacerdote para más miga, corriendo y exclamando: "¡Válgame Dios que se me matan!". No sé si se detuvo la contienda, Julito no me dio detalles. Pero conociendo a Don Peregrino, que dice la leyenda se le atribuye la siguiente afirmación: "Como decía Jesucristo… ¡Y, en parte, tenía razón!". Ignoro si es verosímil o no, lo que sí sé es que aquel uniforme me daba pavor y, probablemente, nos dispersáramos sin más.
Volví por mis pasos, deje la calle San Guillermo y subí nuevamente la cuesta de la calle Jofre de Tenorio, retornando a la Plaza de Concepción Arenal. Los chiquillos seguían con sus móviles tan felices, unos pegaban brincos, otros se reían… Al cruzar a su lado y como un resorte, grité: "¡Así no se vale!". Y apuré el paso lo más que pude entrando por la calle de los Herreros.
Al llegar a casa y después de escribir estas líneas, me mandaba una foto la misma amiga que les contaba, de la "Olla de San Antón", y al pie de la estampita: "¡Esto no lo supera vuestro cocido gallego!". Si me disculpan ustedes, voy a reunir a mis hombres.