Kabalcanty
Sobrevivientes (27)
Cuando recobró la consciencia, escuchó un ruido ensordecedor entre la oscuridad absoluta y un peso que le oprimía hasta casi dejarle sin resquicio para respirar. Trató de moverse en varias ocasiones pero era dificultoso teniendo ese plástico pegado al cuerpo y la opresión que le aplastaba. Además, las magulladuras de su cuerpo le procuraban un dolor que le atenazaba aún más. Gritó repetidas veces, sin embargo la voz sonaba amortiguada, sin eco, enlatada en un agujero en el que sólo él se escuchaba. El sudor le empapaba por entero notando su sabor salado en la boca, mezclado con la sangre de su herida reciente, y en el escozor de los ojos. En ocasiones, escuchaba pasos lejanos seguidos siempre del lamento de un motor (le pareció como el sonido de un elevador) que se detenía en pocos minutos. Le urgía pensar rápido porque las fuerzas acabarían por abandonarle.
Haciendo un hueco acopiando sus fuerzas, logró escarbar en su pantalón y dar con el cortaúñas que heredó de su padre. Sintió los músculos dañados al tirar de su brazo para colocar el cortaúñas en lo alto de su pecho. Respiraba con ansiedad resonando su tórax tabacoso como un gozne oxidado. Sacó el pequeño estilete de entre el cortaúñas y trató de cortar el saco de plástico que le contenía. El espesor era duro, entretejido con una fibra en red que tupía la tela plástica para darla sólida consistencia. Tuvo que cortar despaciosamente hilo a hilo de la red para hallar un camino con que abrir el saco. Tosió varias veces sintiendo la vaciedad de aire en sus pulmones como fiel reclamo de la muerte.
Tal vez fue esa desesperación la que le insufló un vigor que sólo conocen los que vieron de cerca el ocaso de la vida y sólo sus manos, desgarradas en el intento, abrieron hueco en el saco para comprobar que lo que le oprimía no era otra cosa que un montón de fardos, idénticos al suyo, que le enterraban. Empujó su cuerpo hacia un extremo donde sintió la solidez de una pared metálica. Y precisamente desde ahí, arrinconado y sepultado bajo esos sacos de contenido humano, tal y cómo dedujo al palpar para abrirse paso, vio el resplandor de la luz plomiza entre los intersticios de la montonera. El reclamo de la luz, el aire infecto del exterior, le llamaba a la vida desde la alturas.
Arrastrándose contra la pared metálica, separando los costales plásticos con unas manos que ya parecían garras, fue sintiendo la humedad y la fetidez fosfórica de la llovizna. Empujando con manos y pies logró concebir el hueco suficiente para abrir la boca sanguinolenta y tomar parte del aire que se le negaba. Sus pulmones rugieron fieros y fue sintiendo cómo se iba desvaneciendo el hormiguillo que entumecía sus extremidades. Pareció sonreírse, mientras miraba aquel cielo encapotado, y chupaba su bigote blanco para recoger su humedad y rociar sus labios resecos. Con un último esfuerzo, poseso de una voluntad que le hacía ágil e insensible al dolor, logró encaramarse a la cima de la montonera de sacos, pegado ya al filo de un enorme contenedor industrial que fue el muro metálico donde se apoyó.
Unos metros más arriba, casi frente a K, los tipos de los monos blancos y las mascarillas recogían de una cinta transportadora los sacos plásticos y los tiraban al interior a un montacargas. Se escondió otra vez entre la capa superior de los sacos y escudriñó su entorno conteniendo su agitada respiración; los latidos avivados de su viejo corazón parecían marcarle una alocada velocidad del tiempo.
El montacargas ascendía un par de plantas, entre un entramado metálico que goteaba óxido, hasta una especie de enorme embudo que giraba lentamente haciendo un fragor atronador. El montacargas, llegado a su sitio, recorría un raíl superior hasta el centro del embudo y allí dejaba caer su contenido. K, sigiloso, intentó ver dónde vertía el monstruoso embudo y sólo advirtió cómo una masa blancuzca se depositaba sobre unos cofres, que le parecieron de plomo, y se iban introduciendo, a medida que se llenaban, en un pozo del que se desprendía un vapor azulino.
Se acordó de Rosa al ver aquella maquinaria destructiva y apretó los dientes en una muda maldición.
La llovizna, a la que saludó como una bendición antes, comenzaba a humearle su ropa empapada y le cocía la calva como una cabellera volátil.
Había unos segundos donde los "tipos blancos" le daban la espalda y que debía aprovechar. No sabía qué clase de vigilancia tendría el lugar pero era obvio que tenía que salir de encima de los sacos e intentar escapar de esa trituradora. Así que salió disparado cuando le dieron la espalda y fue a parar hasta una enormes cajas de madera en las que se inscribía un enorme sello, salido de las tripas de un pc, "Made in EEUU". Despedían un fuerte olor como a desinfectante, casi irrespirable, por lo que el viejo K. se fue arrastrando pegado a una gruesa manguera que parecía llevar aire comprimido. Paralelo a ella, alejado en parte del estruendo del embudo, sentía la vibración y algunos ligeros escapes que emitían un silbido muy agudo.
"Joder, lo que daría ahora por una jodida cerveza y un cigarro", se dijo K., pegado a la manguera y agitándose a su compás.
Llegó a una entrada por la que aparecieron tres "tipos blancos" llevando una pesada pieza cilíndrica. Iban en silencio, como de costumbre, y por el sonido intuyó que habían ascendido por una escalera. Escuchó sus pasos dinámicos subir los últimos peldaños y sin atisbo de fatiga en sus respiraciones. Estaba claro que necesitaba descender para abandonar aquel lugar y se encomendó a todos sus demonios para tomar la entrada y bajar todo lo deprisa que pudo por la escalera metálica. Su camisa vaquera estaba deshilachada, rota, y colgaba como un trapajo de su cuerpo enjuto y gastado; parecía un espectro escapando de un infierno peor del imaginado.
Bajó varios tramos de escalera sin encontrarse con nadie hasta que llegó a una puerta entreabierta. Se pegó al marco y vio poca actividad afuera. El ruido del ingente embudo sonaba como un trueno perenne en lo alto y silenciaba cualquier lejanía. Estaba demasiado oscuro, como si estuviera por debajo de tierra o cubierto por un techo sólido. En eso, le sorprendió el rugido del motor de un jeep blindado pasando raudo junto a la rendija de la puerta para detenerse junto a una anchurosa cinta transportadora. Vio cómo abrieron la portezuela trasera del vehículo y cómo los "tipos blancos" lanzaban los sacos plásticos a la cinta, sin miramiento alguno, ascendiendo en una extensa rampa. "Lo mismo que nos tratasteis a Rosa y a mí, hijos de la gran puta.", musitó K. apretando los dientes.