Manuel Pérez Lourido
Un trozo de verano
¿Qué sería de nosotros sin los trozos de verano que aparecen en medio del invierno? No hablamos en términos climatológicos sino emocionales. No se trata de materia, sino de piel. Pongamos un ejemplo: una semana lluviosa que impone su letargo húmedo en todas las habitaciones del alma y de pronto las nubes se callan. Están aún arriba, densas y expectantes, observándonos sin ira ni candor, tal vez recuperando fuerzas. Y entonces una caña en la Verdura, una charla con tu gente. Hablamos de eso. Cuando el traje de la rutina empieza a tirar por las costuras y sucede algo tan sencillo e inesperado que parece que te has dado una ducha y vestido ropa limpia y holgada.
Hablamos de intangibles subjetivos, ajenos a medidas temporales y a formulaciones dogmáticas. Puede suceder durante unas horas o ocupar cinco minutos. Puedes ser una película o una canción que te sorprende en la radio. Una conversación con alguien con quien no hablabas desde hacía tiempo. El verano se encuentra agazapado en los pliegues del invierno y, en el momento propicio, asoma proponiendo una tregua. Resulta insensato no aceptársela. Dejarse llevar o dejarse caer, que al fin, vienen a ser lo mismo. Relajar los músculos, abrir los poros, ensanchar la visión estrechando el punto de mira: centrándolo en el instante, en el gesto, en el objeto, en el remolino que centrigufa las percepciones de cada momento. El gran secreto para disfrutar de los instantes de verano que aparecen en medio del invierno no es la capacidad para descubrirlos sino la disposición a paladearlos.
Óscar Wilde decía que los placeres sencillos son el último refugio de los hombres complicados . Evidentemente, él tenía vocación de hombre complicado. Para quienes no sentimos semejante llamada, no está demás sin embargo apreciar los trozos más menudos de placer que desmiga la vida, incluso en invierno.