Bernardo Sartier
¡Nos querían envenenar!
¡Coño! Al final tenía razón Aznar: "Antes se romperá Cataluña que España". Le preguntaron a uno del PDCAT si habían sacrificado a Puigdemont y contestó que eso es cosa de la antigüedad, el sacrificio de carneros y cerdos. La invocación al gremio porcino recuerda, más que La caída del Imperio romano, la peli de Anthony Man, a la Caída del Imperio Marrano: "Esto se ha acabado. Vivimos los últimos días de la Cataluña Republicana". El cartón piedra es lo que tiene. Aun así, qué enternecedor soneto derrotista, qué lírica aceptación del hundimiento.
El otro día también preguntaron a Rajoy por el avispero catalán. Mariano hizo suya la cuestión: ¡Buf! Ahí en Cataluña tienen un problema importante, dijo. Es la manera que tiene Mariano de hacer suyas las adversidades, como mirando un paisaje apropiado en la retina, cosa que, por otro lado, le va funcionando de puta madre. El proceso, que no fue más que un picnic político-siquiátrico, no podía tener otro final que el certificado en su magacín por la emperatriz de los negros Ana Rosa Quintana. A Ana Rosa, recuerden, la pillaron otrora tiempo con el carrito de los helados de la autoría fingida, un bodrio titulado Lunas de Hiel que le redactó un negro. O sea que el procés, que fue un colorín televisado similar a Mujeres y Hombres y Viceversa (desconozco quién hacía de cachas descerebrado y quién de monina lerda y cortejada) solo podía finalizar en una especie de De Luxe compactado con bosta. Así o con todos los de Bruselas (Comín, Serret, Ponsatí and Company) subidos a una guagua, como cuando Mac Murphy, en Alguien voló sobre el nido del cuco, robaba un bus escolar y se llevaba los toliños a pasear. Qué escenón.
Al final de la escapada queda la trucada de Puigdemont contra el Estado, como la del buey viejo y enloquecido que escorna contra el vallado. Estremera o mejillones -ni siquiera de batea galega-, ese es el dilema. Hay personas que temen la cárcel. Marañón era una de ellas y Puigdemont otra. Se le nota en ese autotitularse exiliado cuando no es más que un transeúnte erasmus que mantiene abierta la tapa del wáter dónde de giña su miedo carcelario. Mosén Junqueras, en cambio, admite con gallardía el talego y saca músculo con sus días de reclusión, pedigrí sacrificial en el ara del independentismo. Como lo excarcelen, reabren la Plaza de Barcelona, que cerró la CUP, para sacarlo a hombros como a Lagartijo Chico. Pobres porteadores.
El fallo de Puigdemont es la aberratio latina, porque la aberración, etimológicamente, es el error. La aberración de Puigdemont fue creer que Cataluña era el cerebro y el corazón de España, su motor económico y la cuna de una suerte de renacentismo intelectual que miraba por encima del hombro a los palentinos. Pero empezaron a escapársele los ahorros -y hasta el cava- y entonces restó la claudicación disimulada, la derrota emboscada y, lo que es peor, el saberse iguales al resto, lo que lleva muy mal la elite independentista y antisistema. Engreídos. Se pensaron hijos aventajados de Francia, por próxima, pero toparon con que Macron no contestó al interfono. Dieron por internacionalizado el conflicto y la UE los mandó al carallo diciéndoles que el nacionalismo es la guerra. Hasta se encontraron con la embajadiña de Bruselas cerrada y tuvieron que reunirse, Torrent y Puchi, en una especie de furancho flamenco con señeras de todo a cien.
Ni siquiera acertaron eligiendo al President del Parlament, porque el apellido Torrent, no me jodan, recuerda mucho al brazo tonto de la ley. Hasta puede que fichen a Jesulín de Ubrique para el procés. Pero su mayor engreimiento fue no considerar en forma al Estado, porque los Estados, créanselo, entrenan. Y el español había cumplimentado durante cuarenta años un riguroso programa de musculación haciendo levantamiento de peso con los féretros del terrorismo. O sea que venía, el Estado, meadiño de casa desde el rollo gudari. Entonces, cautivo y desarmada la peña soberanista, alcanzados por las tropas de Moncloa los últimos objetivos independentistas recurrieron al mantra Puigdemont como único presidenciable que, perdónenme, es como postular al difunto de Neno para encargado de un reactor turbo nuclear. Ahora queda de todos esos envites el juicio de marzo, que sentará en el banquillo a la charanga del Tío Honorio: Rull al clarinete, Turull al tamboril, Forn con la cornetilla de pregonero y Cuixart pasando un hierro sobre las rugosidades de la botella de Anís del Mono, que suena muy bien. Orquesta Titanic, podríamos llamarla.
Cómo me recuerda el error Puigdemont y del independentismo al error de aquella monjita novicia recién llegada a un convento que asaltan unos ladrones. Cuando el inspector de policía personado en el cenáculo interrogaba a las sores cubriendo el atestado, la candorosa monjita no dejaba de interrumpirle: "Y ponga, inspector, que nos querían envenenar". Y así una y otra vez. Hasta que el inspector, hasta los huevos, pregunta…"a ver, hermana, cómo es eso de que las querían envenenar". Y entonces la monjiña, inocencia suprema, que responde "sí, inspector, porque un ladrón le decía al otro que por qué no aprovechaban para echarnos unos polvos".