Luis López Rodríguez
Lecciones
Al final ella muere. Es mejor que lo sepan desde el principio y no alberguen una esperanza que sólo añadiría más drama al desenlace de esta historia.
En otro tiempo ella había querido ser escritora, pero los vaivenes de la vida habían acabado por convencerla de que las circunstancias jamás resultarían favorables a su propósito. Acabó conformándose con dar clases de Literatura en un instituto de su ciudad, aunque de nuevo su coyuntura personal la había obligado a renunciar al trabajo. Ahora pasaba los días en casa, sintiéndose nada o menos que nada, una – como había escuchado tantas veces- inútil, una mierda.
Esa mañana estaba en cama, dolorida, observando los pocos libros que habían conseguido mantenerse a salvo del desastre. Había tenido que observar cómo eran reducidos a legajos uno a uno sus ejemplares de Natalia Ginzburg, Marisa Madieri, Dino Buzzati, Alejandra Pizarnik, Dubravka Ugrešic̀, Danilo Kiš, hasta que aquellas manos, atendiendo más al cansancio que a la compasión, decidieron dar por concluida la catarsis. Los poemas de Raymond Carver habían logrado sobrevivir, y era una suerte, porque esa mañana los necesitaba más que nunca. No se trataba sólo de su altura poética, que era incuestionable, sino de las expresiones con que se vería obligada a enfrentarse, expresiones como: <<sabes jodidamente bien que la bebida es veneno para nuestra familia>> o <<llevas gafas oscuras a las diez de la mañana>> o <<suplícame que te deje, suplícame que sea bueno>> o <<en aquellos días quise cien –no, mil- veces que te murieras>> o <<un labio que un hombre debería besar en vez de partir>>, expresiones que la harían llorar, y esa mañana, ella necesitaba llorar.
Él no tenía un buen día, otro más dentro de esa semana, ese mes, ese año que no suponían sino la consolidación de una vida de mierda. Su paso por el banco a primera hora de la mañana le había valido para confirmar la negativa a la concesión de una nueva línea de crédito para la empresa. Adiós al todoterreno nuevo, adiós al reloj y los trajes nuevos, adiós a las comidas de cinco tenedores, adiós a las putas caras y a las botellas de alcohol todavía más caras, adiós a la imagen de hombre de éxito que todo lo compra. Él estaba llamado a triunfar, a despertar la admiración de propios y extraños, a ser un líder, un hombre hecho a sí mismo, tenaz y emprendedor. Y ahora le negaban aquel dinero porque las ventas seguían bajando. La culpa era de aquellos inútiles que sólo se preocupaban por cobrar a fin de mes.
Entró en la fábrica como un huracán; no quería ver a nadie parado. Reunió a los comerciales para advertirles de que si no conseguían atraer nuevos y mejores clientes, no volverían a ver un euro; aquel era su negocio y no iba a permanecer impasible viendo cómo se lo hundían. Los echó a todos de allí y se quedó solo, en su elegante mesa de madera, junto a un vaso bajo y una botella de whisky.
Bebió hasta hartarse, hasta volver a acordarse de ella. Quizás se había pasado de la raya, pero es que ella parecía no aprender, seguía creyéndose muy lista por haber leído cuatro libros. Era su mujer y no iba a permitir que le dijera lo que tenía que hacer. Ella tenía que apoyarle, escucharle, darle cariño. Después del último trago decidió llamarla para explicarle las cosas.
En cuanto descolgó y oyó su respiración supo que había vuelto a beber. Comenzó asintiendo a los balbuceos de su marido hasta que no pudo aguantar más:
-No bebas más, por favor. – suplicó.
-Hija de puta. – contestó él antes de lanzar el teléfono contra el suelo. Esta vez sí se iba a enterar.