Luis López Rodríguez
Kwesi
Son las siete de la mañana y el frío aquí dentro es paralizante. Nos encontramos en una nave industrial de 5.000 m2 que cuenta con dos cámaras frigoríficas inmensas. Cada vez que una de esas cámaras se abre una corriente glaciar en forma de nube se extiende en torno a nosotros y nos deja ateridos. La experiencia de toda la semana nos indica que la mejor forma de combatir el frío es ponerse a trabajar cuanto antes, no obstante, no nos pondremos en marcha hasta pasada una hora, cuando llega nuestro camión.
Hoy tenemos un total de treinta jaulas, cada una de ellas cargada con mil kilos de aleta de tiburón que en unos minutos desparramamos por el suelo y pasan a cubrir la práctica totalidad de la superficie por la que nos movemos. Nuestra labor consiste en seleccionar las aletas (dorsal, lateral o cola), cargarlas en sacos atendiendo a esta clasificación y, cuando estos están llenos, devolverlos a las jaulas. Somos ocho trabajadores (todos sin contrato) y realizamos el trabajo por parejas. Kwesi y yo nos complementamos bien, trabajamos rápido, aunque cada cierto tiempo nos vemos obligados a parar y salir de la nave debido a la cantidad de amoniaco que desprenden las aletas y nos asfixia y hace llorar los ojos. Aunque su castellano es bastante deficiente, no dejamos de hablar durante toda la jornada, así me entero de que tiene 23 años y llegó a España hace cuatro procedente de Ghana, sobre las condiciones del viaje se muestra esquivo y sólo me aclara que fue en barco. Su familia permanece en Ghana y él, siempre que puede les envía dinero. Por las tardes se recorre las principales calles de Vigo intentando vender películas y artesanías. Hay que caminar mucho y se vende muy poco, me asegura. Prefiere este trabajo porque al menos gana un dinero seguro y no tiene que estar alerta por si la policía le pone una multa y le requisa la mercancía. Si le vuelven a parar, podrían deportarlo. Sólo quiero trabajar y ayudar a mi familia, insiste. Cuando le digo que soy escritor y que pienso contar su historia, no me cree y se muere de risa.
Al cargar la última jaula, tras una semana agachados a temperaturas siberianas, mi lumbago me pide que no vuelva a trabajar en mi vida. Por fortuna o por desgracia, Marcial me confirma que no se esperan descargas de aleta en las próximas semanas. Me paga mis doscientos euros y me voy confiando en que no vuelva a llamarme.
Mientras me despido de mis compañeros observo que a Kwesi se le abren los ojos como platos y comienza una maniobra evasiva. Oigo a Marcial: << ¡Quincy, lárgate de aquí!>> Veo un todoterreno de la Guardia Civil aproximarse desde unos quinientos metros. Cuando llega a donde estamos, dos guardias civiles bajan del coche, saludan y entran en la nave. Al cabo de unos quince minutos vuelven a salir y se van. Voy en busca de Kwesi y cuando oye mi voz lo veo salir de detrás de una torre de palés.
Aunque me sonríe, observo como todavía le tiemblan las manos. Volvemos donde Marcial y los otros acompañados por un silencio incómodo, pesado. Por alguna razón, los dos sentimos vergüenza.