Luis López Rodríguez
C.V.
A sus dieciséis años Julio vivía preocupado por cuestiones poco comunes entre los chavales de su edad. Le gustaban la poesía y las crónicas periodísticas, en especial las corrientes latinoamericanas de ambas disciplinas, más concretamente, la poesía chilena y las crónicas mexicanas. El cine de Sam Peckinpah también le gustaba, y el de Lars Von Trier y el de Denys Arcand y el de Michael Winterbottom y la música punk española y californiana de los primeros 90. Podríamos decir que, de una forma desordenada o poco ortodoxa, Julio vivía inmerso en ese proceso tan recomendable como poco habitual consistente en la formación de su conciencia crítica y estética. Ni que decir tiene que pese a sus inquietudes intelectuales, los resultados académicos de Julio, estaban más alejados de la excelencia que del fracaso escolar.
Decir que las calificaciones escolares de Julio afectaban en algo a su carácter, además de impreciso, sería injusto, lo mismo que decir que se aburría en el instituto o que le daba igual no ver sus pasiones amorosas correspondidas. No, Julio comprendía que tal y como estaba diseñado el sistema educativo, la formación intelectual y la académica eran dos líneas tendentes al paralelismo, y que las confluencias entre ambas no correspondían sino al resultado de algunas casualidades felices. Aceptaba las reglas del juego con resignación y las combatía sin estridencias. Tras las explicaciones de sus maestros planteaba preguntas que no buscaban la respuesta concreta o el dato específico, sino abrir debates en los que cupieran diferentes interpretaciones de los hechos, algo que le había llevado a ser vetado por algunos docentes y a ganarse la animadversión de buena parte de sus compañeros, que solían responder a sus planteamientos con bufidos y gestos de hartazgo. Sobra decir que Julio adoraba esas escenas.
Lo que Julio no llevaba tan bien eran las broncas de sus padres cada vez que traía el boletín de notas a casa. Aunque entendían las razones aducidas por su hijo, quien afirmaba no poder soportar que su única función en el instituto fuese memorizar datos que a nadie importaban para escupirlos y olvidarlos en unos días o semanas, se veían en la obligación de insistir en que sin un currículo medianamente aceptable sus aspiraciones de llegar a algo en la vida se situarían en valores iguales o inferiores a cero. Para Julio tales afirmaciones no eran más que otro aborrecible lugar común, su arrogancia adolescente le convencía de que su actitud, o sea, su independencia, su libertad y su sentido propio le llevarían más lejos que cualquier ingeniería.
El sistema estaba pensado para asfixiarlos, a él y a sus hermanos de sangre, a todos esos inconformistas que no aceptaban sin más una versión impuesta de las cosas, a esos que no estaban dispuestos a dejar que nadie les dijese qué era trascendente y qué no. Las noticias de los periódicos se lo confirmaban. La última ocurrencia de los ministerios de educación y defensa que pretendían adoctrinar sobre el amor a la patria y la bandera y a las Fuerzas Armadas y a la monarquía y también sobre los peligros de la inmigración irregular y las armas de destrucción masiva a ritmo de pasodoble, era para él sólo una constatación más de lo acertado de sus ideas. Pensó en el futuro, un futuro en el que esas actividades fueran una realidad, un futuro en el que, de repente, se sintió muy solo.