Alexander Vórtice
El juego de la vida
En ocasiones tardamos en preservar en las retinas de nuestros ojos las puestas de sol y es por ello por lo que -casi sin querer- perdemos los valiosos días de nuestra existencia para poder llevar a cabo nuestras más hondas ambiciones.
Después, cuando el reloj se nos presenta como un utensilio ineficaz y ya no desea otorgarnos más treguas, nos sentamos frente al ventanal de la vida y nos arrepentimos de aquello que no hemos llevado a cabo (raramente sentimos culpa por lo que hemos hecho porque, al fin, sabemos que en la omisión se esconde el mayor de los pecados, la mayor de las penitencias).
Tarde, temprano y después de todo, la ausencia de actos propios no es más que una forma inútil de no ser nosotros mismos. Vagamos por la vida realizando -mayormente- actos ajenos, fijándonos en las vidas de los demás, no en las nuestras, en lo que en verdad anhelamos.
Desde nuestro nacimiento nos intentan dividir para enfrentarnos o coaccionarnos: deporte, política, religión, familia… en todo lo que podamos imaginar se crea un ambiente de división que hace que no pensemos por nosotros mismos cuando, normalmente, la vida es una gama enorme de grises, no de blancos y negros; y al no pensar por nosotros mismos, al no poder escoger sin imposiciones ajenas, no nos podemos considerar realmente individuos libres.
¿Acaso no es esta una manera de morir en vida?
Y es que “la gente se creerá cualquier cosa si significa que pueden seguir con sus vidas sin tener que pensar mucho en ello”, que diría la escritora estadounidense Libba Bray.
Por esto y por otros motivos, quizás debiéramos engancharnos al anhelo propio, a la fuerza interior, dejando de lado las cartas marcadas que algunos seres impropios colocan sobre la mesa existencial para que perdamos en el juego de la vida.