Carlos Regojo Solla
Tócala otra vez, Sam
-Pásenlas, pásenlas y obsérvenlas bien -decía.
Retenían las instantáneas en papel documentos fuertes y sensibles similares a los que nos impactan en "TV" las "ONGs" actuales y en algunas se veía a nuestra protagonista, claramente enfundada en hábito de monja, con niños a su alrededor en un ambiente de miseria. Traslucían las imágenes explícitos indicios de la situación de abandono y pobreza de una aldea en un país latinoamericano que no recuerdo y, mientras las veíamos, escuchábamos de fondo a la mujer poniendo a caldo la política norteamericana de la época. Tanto porfiaba, entre el silencio embarazoso de todos los presentes por entonces poco acostumbrados a semejante temática sociopolítica, que por un momento me vino al recuerdo el Che. Supuse que aquella mujer tenía la necesidad natural de contarlo como si fuese una obligación más guerrillera que evangélica, aunque ambos conceptos se parezcan en la actualidad. Aquello no parecía encajar en el lugar y no lo hacía, seguro, en nuestro momento histórico. Nos sonaba fuerte y peligroso. Nuestros religiosos, entonces, no eran así o si lo eran no los conocíamos en tamaña actitud. Veníamos de un régimen político de cuidado tras el que asomaba, pisando huevos, una democracia para la cual había banderas esperando que aún tardarían un poco en tener la oportunidad de ondear más o menos tímidas. Estábamos azorados en nuestro mutismo y sentíamos esa incomodidad típica de las situaciones embarazosas donde el silencio se hace cargo de todo lo que necesita sinceridad urgente, de cuando callas para no mojarte, que luego todo se sabe (aquello era lo prudente). En un momento propicio, de esos que intuyes se abre un hueco, en que su voz amainó la beligerancia en el tono, como dejando un instante para la reflexión, una mujer de la sala, elegante y de aparente buena posición, le preguntó con cierta sorna:
-Ya me explicará, señora,…
-Ángela, sor Ángela. Misionera Comboniana, -interrumpió en tono orgulloso la primera, dejando paso a un breve y tenso silencio.
-Dígame, sor Ángela, -continuo la mujer - ¿ por dónde puede ir la estrategia para darle la vuelta a esa situación?
La religiosa miró hacia ella con interés, caló a la elegante y, retomando la fuerza y convicción de su voz, medio explotó diciendo:
- Trabajando la ironía, amiga mía, como hace el rico cuando piensa que puesto que la muerte nos iguala a todos por lo menos la vida le compensa con sus privilegios. Hacer de la pobreza el privilegio del pobre, pagando al rico con otra ironía, haciéndole saber que ya que la vida no es generosa con el desfavorecido a éste no le importará morir intentando llegar a la puerta de la casa de la opulencia para pedir igualdad e idénticas oportunidades, llenando las calles del primer mundo, acudiendo a sus universidades, a su sanidad, transporte,… a todo lo que favorezca una vida digna, ocupándolo todo. ¿Sabe vd. lo qué significa eso?
Hoy, vencidos aquellos tiempos pero derrotados por la impotencia ante los hechos, podríamos calificar cómo proféticas aquellas palabras, en las cuales a la monja nunca se le oyó una referencia a Dios.
En Las uvas de la ira, John Steinbeck describe el mismo fenómeno que denunciaba la monja transgresora de la sala de espera. Una realidad en el propio suelo norteamericano tras la bancarrota del veintinueve. Una pincelada en el cuadro global de nuestro presente. Una motita de polvo de lo qué se avecina camino del primer cuarto de siglo XXl y que sor Ángela, si aún es testigo de ello, contemplará, al igual que todos, con el horror y la convicción de cómo el dinero se blinda disfrazado de global protección escondiendo ese paternalismo desgraciado e hipócrita que utiliza el poderoso cuando te la está jugando. Y es que nada hemos avanzado desde la familia Joad. Todo ha empeorado y aquellos estados americanos de referencia en la novela Pulitzer son hoy como el espejo donde se mira sin saberlo la marabunta de pueblos que se mueven dejando atrás montones de victimas, en tanto las fábricas de la oligarquía elaboran hormigón destinado a muros diseñados para la contención de hombres bragados que no temen a nada y que enseñan las llagas producidas por las concertinas con la satisfacción de pioneros vencedores.
Carlos Regojo Solla