Kabalcanty
Un Máster en lirismo (Parte 1)
Era habitual verle, a esas horas avanzadas de la mañana, contemplar con un detenimiento abstraído los títulos académicos y máster universitarios que colgaban en una de las paredes de su despacho. Después de dar cuenta, junto con su secretaria, de los asuntos más urgentes del día y si no tenía que visitar ex profeso a uno de los clientes importantes, Luis Álvarez de Santiago se sentía un hombre completo apreciando los cuadros honoríficos donde resaltaba su nombre en negrita en una letra de tamaño considerable. Solía ponerse los pulgares en los bolsillos del chaleco mientras observaba, elevando el mentón desafiante como si el mundo tuviera capacidad de observación coetánea y se rindiera exclamando un "ohhhhhh" profundo y prolongado. Acudían a él los esfuerzos de tanto estudio y su notable alto como resultante de una inteligencia superior que supo ser timón para reflotar la chatarrería de su abuelo, y luego de su padre, que hoy era, nada más y nada menos, que "Reciclajes Unidos Medioambientales De Santiago", líder internacional de empresas en la reutilización de materiales desechables. Porque no sólo sus estudios de Derecho y Empresariales, y demás complementos certificados por universidades inglesas, lucían su currículo, sino que su carácter emprendedor y su don de gentes le llevaron a encumbrarse como mejor empresario del país en 2015 y 2017.
Por eso no era raro, y así lo observaron algunos directivos, empleados de oficina, jardineros, trabajadores de la planta de reciclaje y hasta Germán, su chófer, verle, pasado el mediodía, ensimismarse frente a sus honores académicos. Decían algunos, tal vez los más lenguaraces, que llegado el momento se podía a declamar en su soledad como si su despacho fuera anfitrión del mismo globo terráqueo.
Pero Luis Álvarez de Santiago tenía una espina clavada de la que nadie tenía ni remota idea, ni siquiera Marita, su esposa y novia desde los dieciséis años. Había cultivado la inteligencia hasta la saciedad pero se sentía abandonado por la sensibilidad. Lo notó, para un mal que le corroía desde hacía más de cinco años, cuando leyó La muerte en Venecia de Thomas Mann. "Los delirios de un maricón", dijo al terminar la novela a su cuñado Julián, con un deje de socarronería y una supuesta complicidad que no tuvo acogida. El cuñado, pintor por vocación y galerista y marchante de arte por manutención y por la inmensa fortuna familiar, le contestó grave y burlón: "Eres más corto que un gnomo sin gorro".
Al principio no le dio importancia pero, poco a poco, aquella impertinencia de su cuñado, al que en lo íntimo le tenía por artista, fue calando hasta el punto de provocarle una auténtica obsesión. Se fijó una meta a cumplir y con la cual demostraría a Julián, y a otros como él, que Luis Álvarez de Santiago también era tan sensible o más que el poeta más delicado.
Dedicaba una media hora antes de su contemplación a sus acreditaciones enmarcadas a componer unos versos que, cierto día, serían su obra poética para asombro de muchos.
Sin embargo, ese día, como tantos anteriores, los versos compuestos no sonaban de su agrado; le parecían demasiado........ manidos.......vulgares. Los recitaba elevando su mentón, escudriñando la pared de sus titulaciones, gorjeando con una voz aflautada que creía la propia para entonar.
Tus labios son cielos rasos
que buscan mis besos
para lloverlos alados.........
Acababa regresando al escritorio, malhumorado, y eliminando el archivo en el ordenador. "Suena cursi, superficial, irreal. Necesito concentración, la puñetera musa que llaman ellos. Mañana, será mañana.", se decía cerrando el portátil y convenciéndose, entre asentimientos que rozaban su camisa de cuello italiano, que su sensibilidad acabaría por salir a flote mediante la palabra escrita.
Escuchó el trajín en el aparcamiento del exterior lo cual decía que la jornada del departamento comercial y administrativo había terminado.
— Señor Álvarez, le deseo unas buena tarde. Hasta mañana.
Le dijo su secretaria desde la puerta de su despacho.
Recogió sus cosas y las acomodó en la cartera con el membrete de la empresa grabado en el cuero.
Se acercó a la ventana para anudarse la corbata. Fue entonces cuando vio a la mujer lo que le detuvo y aguijoneó su curiosidad. Estaba sentada al sol en el resguardo de uno de los pilares que sostenían la nave de la planta de reciclaje. Daba breves mordiscos a un bocadillo medio envuelto en papel aluminio mientras escribía de corrido sobre un cuaderno de espiral. De vez en cuando se detenía para observar el vallado que delimitaba el recinto empresarial y que colindaba con un erial en la zona industrial del sur de la ciudad y tornaba a la escritura con envidiable fluidez. Llevaba puesto el mono color butano de los operarios de planta y, a su costado derecho, descansaban los guantes renegridos de cuero basto. Tenía el cabello rubio, rizado, recogido en una coleta que oscilaba rígida sobre lo alto de su espalda.
Tras unos instantes de rigurosa observación, Luis Álvarez de Santiago salió disparado de su despacho para dirigirse urgido al descansillo de ascensores.
— Señorita Lucía, por favor, un momento.
Cogió a su secretaria cuando traspasaba el camarín del ascensor.
— Sí, dígame, señor Álvarez.
Sudoroso, con el nudo de la corbata suelto y un gesto de impaciencia llameando en sus ojos, le dijo atropelladamente: "Necesito algo urgente tan inmediato como sea posible, señorita Lucía. Le abonaremos el doble del precio de la hora extra en su nómina."
Se habían cerrado las puertas de uno de los ascensores con el resto de personal comercial y administrativo finalizada su jornada laboral y estaban solos en el descansillo.
— Claro, señor Álvarez. Dígame mientras vamos hacia mi mesa.