Luis López Rodríguez
Preguntas
Hoy me he pasado por casa de mis padres. Llevaba una buena temporada sin visitarlos así que hemos aprovechado para comer juntos y ponernos al día sobre lo mal que nos van las cosas, que es, según dicta la experiencia, la finalidad de nuestras reuniones familiares. Además de esta tradición, mis visitas me sirven para constatar que con el paso de los años todo sigue igual en esa casa, igual pero más viejo, es decir, peor. Un poco lo mismo que podría decirse de mí. Y también de Julián.
Julián se ha pasado las últimas semanas en el hospital. Ahora ya está en casa, pero dentro de un mes deberá ingresar de nuevo. He perdido la cuenta de las diferentes afecciones que le han llevado en los últimos veinte años a pasar de una semana a varios meses hospitalizado: apendicitis, neumonía, gota, cálculos renales, obstrucción de divertículos, infarto de miocardio, cáncer. Pareciera que intenta agotar el catálogo de enfermedades antes de despedirse de nosotros. En mi vida he conocido a nadie con menos aprecio por su salud que él, paradójicamente su permanencia entre los vivos debe atribuirse a su fortaleza de titán, algo que contrasta con la aparente fragilidad de su cuerpo diminuto. Y es que en lo referente a este tema Julián no atiende a las recomendaciones, consejos o indicaciones de terceros, ni a las leyes fundamentales de la naturaleza. Si el cuerpo le pide algo, Julián se lo consigue. Así, la salida del hospital equivale para él a la entrada del estanco o del bar. Más que un titán, Julián es un milagro, o mejor, un desastre natural. Ser amigo suyo supone la asunción de un dolor intermitente y de una preocupación constante, y también de ver como ese dolor y esa preocupación son ignoradas entre risas por quien las provoca. Ser amigo de Julián es como emprender un descenso endemoniado a las profundidades del humor negro.
A Julián cada día le queda un poco menos (sí, ya sé, igual que a todos, pero a él se le nota más). Cuando ingresó en el hospital, hace casi un mes, apenas era capaz de reunir las fuerzas necesarias para acomodarse en la cama. En los últimos días ha recuperado parte de su vitalidad y de nuevo es capaz de valerse por sí mismo, pero su corazón está débil, su hígado y sus riñones agotados y el tumor de su tráquea envalentonado. Se me ocurre que el alta concedida por los médicos es un acto de caridad, una concesión a un viejo moribundo para que goce de cierta ilusión de normalidad en sus días finales. Unos días en los que seguro no pierde ni un minuto de su tiempo en llamarme, aunque haya sido la única persona que le ha acompañado en sus momentos más difíciles.
Mis padres, cuando ven lo mal que estoy llevando todo este asunto, me preguntan por qué me he involucrado tanto con una persona que me dobla la edad y que nunca ha mostrado el menor signo de agradecimiento. Les contesto bien, les digo que es mi amigo, aunque lo que en realidad me pregunto es a qué punto hemos llegado para que brindar ayuda a quien la necesita requiera de alguna explicación. En fin, supongo que son cosas que pasan hasta en las mejores familias.