Kabalcanty
Leer desde un andamio (Segunda parte)
"El Zamora" era un oficial de primera encofrador que, debido a su veteranía, y más a su labia, hacia las veces de capataz entre los trabajadores de su gremio. Era un tipo de edad madura, con los ojos vivarachos y el flequillo rizado siempre escapando por debajo del casco. Llevaba muchos años en la empresa y se conocía vida y milagros de los antiguos trabajadores, y de los novatos, como lo era yo, con lo que preguntaba y lo que suponía te hacía la ficha enseguida.
— ¿ Y qué cuenta el chaval? -me preguntó desde abajo, acercándose con el martillo de rabo largo colgándole de la cintura- ¿Cómo se te da andar entre andamios, gandumbas?
El sol nos tostaba en el andamio mientras desencofrábamos las piezas de Peri que sirvieron de molde al hormigón. Quemaban los anclajes metálicos que las sujetaban entre sí y por eso llevábamos guantes bastos de badana.
— Está aprendiendo, Zamora -dijo Raúl pidiendo, con un gesto, el botijo que aguardaba a la sombra tras el carpintero- Pero creo que este no está hecho para este oficio; demasiado delicadito nos ha salido el capullo.
Zamora ató el botijo en una maroma y Raúl lo alzó hasta nuestra altura.
Me acordé de alguno de los personajes de Cesare Pavese en "De tu tierra", el libro que en ese momento leía en el tren, en mis idas y venidas del trabajo a casa.
Bebí con avidez el agua fresca del botijo con el toque de anís, atragantándome al final por beber a chorro.
Todos rieron: los carpinteros encofradores que enganchaban y descargaban las piezas de Peri en el camión grúa, Raúl y "El Zamora".
— Pues hay que aprender a beber del botijo, a los que maman se les deja sin agua, chaval.
Anunció "El Zamora" señalándome risueño con el dedo.
Por la posición del sol deduje que estaríamos cercanos a la hora de salida, el astro comenzaba a sangrar pareciendo chocar con las torres de edificios que se erigían al sur, arriba de la pendiente que desembocaba en la autovía. Los rayos solares, que nos abrasaban el rostro, los antebrazos y el cogote poniéndolos renegridos como tizones, perdían fuerza y resbalaban sobre la piel con más delicadeza. A la mayoría nos iba asaltando una comedida alegría, y se hacía notar en el vocerío y en la prodigalidad de las bromas que aunaba la flojera del sol con el fin de la jornada laboral.
Con la última pieza colgando sobre el camión grúa, vimos como la gente dejaba sus tajos y se encaminaban, en grupos diseminados, hacia las casetas.
— Se acabó otro puto día -me dijo Raúl, prendiendo un pitillo- Me voy a tomar un par de jarras de cerveza sentado en el bar de la estación ¿Te hace, compi?
No me gustaba mucho la idea, pero dije que sí. Tomaría una cerveza con él y me largaría.
Lo cierto es que me agradaba llegar cuanto antes a casa, ducharme y leer o escribir algo hasta la hora de la cena. Me encantaba prolongar ese tiempo en el que no estaba en la obra. En el fondo lo llevaba como una cárcel. Había dejado de estudiar y había optado por la solución más a mano, tal vez la más sencilla, o eso pensé antes de saber lo que era trabajar de sol a sol. Estaba errando mi camino casi a sabiendas y mi única reacción era sufrir. Hasta mi propio cuerpo se rebelaba a este trabajo ingrato, comportándose débil y torpe, pero me dejaba llevar como en una corriente insalvable que esquivaba asideros sin querer y queriendo.
En el bar de la estación las mesas de la terraza se desbordaban de obreros bebiendo tras acabar su jornada. Estaba casi de frente al apeadero y era el punto inequívoco de reunión de antes y después de comenzar o terminar el tajo. De un letrero colgaba una réplica burda de una locomotora de principios de siglo sobre la cual se inscribía en letras luminosas "Bar La Parada". En su interior colgaban fotos viejas de trenes y otras dos que se encaramaban a parte alta, sobre la barra del bar, en una se veía el antiguo apeadero del pueblo y en la otra posaba el perpetuo alcalde de la localidad: un político que sorteó hábilmente los tiempos siendo primero joven y prometedor regidor por el Centro Democrático y Social, luego candidato victorioso por Alianza Popular, y para recabar de nuevo la alcaldía como miembro del Partido Socialista Obrero Español.
Nos sentamos en una mesa en el esquinazo, no era la mejor pero era de las pocas que estaban libres.
Raúl pidió dos jarras de cerveza sin preguntarme.
— Si no fuera por estos momentos dejaría el "curro" mañana mismo.-comentó, arrugando la franja blanca de la frente que el casco preservó del sol.
En su rostro curtido, unos trazos que partían sus mejillas le daban un aspecto fiero, violento, contrastaban con una mirada apagada que siempre parecía guardar algo inconfesable, inquietante, sonrojante. Sus brazos, robustos, con la marca del sol a mitad de sus bíceps que dejaba ver su camiseta de hombreras, reposaban inquietos sobre la silla metálica.
Nos trajeron las cervezas y Raúl casi se abalanzó sobre su jarra.
Chasqueó la lengua y soltó un eructo sin complejo alguno.
— ¿Sabes lo que te diría si fueras mi hermano? -me dijo, encendiendo un cigarrillo, dejando rodar otro sobre la mesa hacia mí. Acto seguido, sin esperar respuesta me espetó- Deja la obra antes de que sea "mu" tarde. Eso te diría, colega.
Pensé que le intimidaban de alguna manera sus palabras pues escondió los ojos entre los dedos de sus sandalias como buscando algo importante.
— Eres "demasiao" ...... no sé....... fino...... "delicao" para andar en los tajos.
Me habló sin quitar los ojos de sus pies, tan incómodo como le suponía hablar de otras cosas a las habituales con alguien que, a su manera, apreciaba.
Charlamos de otras cosas, reímos algo y, tras terminar mi jarra, me despedí de Raúl hasta el día siguiente.
En el tren, camino a casa, saqué de mi mochila, en el bolsillo interior que lo separaba de mi fiambrera vacía, el libro de Pavese y me puse a leer.
".... Las muchachas bebían mejor que yo. Eran cuatro. Oigo que llaman Miliota a la que había llevado el agua a los animales. A sus veinte años tenía la piel de un hombre de cuarenta y recordaba el áspero plato en que estaba comiendo..."