Bernardo Sartier
El trombón
¿No es verdad, ángel de amor/qué aquesta apartada orilla/se ha cagado una chiquilla/ y hasta aquí llega el hedor? Sánchez y Torra parecían colegialas con anisakis, giñada recíproca. Sánchez llamaba a Torra racista y Torra tildaba a Sánchez de español, o sea bestia con forma humana. Pero era todo un falsete, una fiesta infantil de pijamas y parque de bolas que demoró el abrazo de Moncloa. Torra empieza a cogerle gusto al coche oficial y del asiento trasero no lo despega Puigdemont ni con agua hirviendo. Marilyn Monroe y Billy Wilder se odiaban pero juntos hicieron buenas películas.
Un día Marilyn llamó enfadada a Billy pero cogió su mujer Audrey, con la que tenía una estupenda relación. Después de hablar de mil cosas y antes de colgar, Marilyn dijo a su interlocutora: por cierto, "Au" ¿está Billy en casa?; sí, respondió Audrey; bien; ¿te importaría, entonces, decirle de mi parte que se vaya a tomar por el culo?. La próxima vez que Puigdemont llame a Torra para sugerirle algo se va a encontrar con algo similar, porque Torra dirá a su secretario que puede remitir a don Carles al huequecillo por donde enhebran la agujas. Torra se siente Jefe de Estado de los Países Catalanes y hay una erótica de la traición, consustancial a la política, que imprime carácter. Puchi necesitaba un polichinela pero Torra se ha convertido en Chucki, muñeco diabólico rebelado que además va de escritor.
Millán Astray echaba mano de su pistola cada vez que oía la palabra intelectual, pero Sánchez no desenfunda, se limita a hacer de guía de Torra en su paseo por Moncloa. De esa caminata versallesca nos queda el recuerdo de la fuente en la que se reunían Machado y Guiomar, Machado enamorado y Guiomar utilizándolo para publicar. Nada más patético que un hombre enamorado de mujer que no lo ama. Pero volvamos a la distensión. La gestualidad pacifista de la izquierda viene de Chamberlain, que tras entrevistarse con Hitler llegó a Londres diciendo que traía la paz para Europa. Ya sabemos cómo terminó aquello.
A veces me reprochan mi nula producción sobre política municipal y siempre contesto lo mismo: para aburrirme prefiero la de Madrid, más sanguínea, el vuelo de un dron sobre una casquería. La política madrileña recuerda la carnicería de San Román, regentada por los parientes de una eximia columnista pontevedresa que exhibía mollejas e hígados -la carnicería, no la columnista- y donde uno podía oler el aroma a vísceras frescas que exhalaba del mostrador. La política de Madrid mola porque echa carne a las fieras. Desde que la pateó Umbral, en Madrid nadie pisa la cuerda floja de la crítica cítrica, y sin pendencia periodística todos se despedazan en una depredación fiera que ni en agosto remite.
En cambio, aquí en verano la política hace paréntesis porque los concejales tienen que ir a Lapamán a los baños. Algunos incluso a veces, angelitos, erigen castillitos o moldean un lombo con arena húmeda. La política pontevedresa es una lucha fratricida en la que todos terminan comiendo unos cuadrados de empanada juntos, haciendo la ola al pregonero o corriendo nuestro encierro, que es seguir al carro de la Peregrina, enemigos íntimos en pleno armisticio. Lo entiendo. A ver cómo carallo le haces la puñeta al antagonista político para cruzártelo luego por Oliva, que todos sabemos que lo malo de Pontevedra es que al salir a la calle te lo encuentras.
Con su intento de entente Sánchez se equivoca y Torra también. Torra es independentista y Sánchez no. Insistir en limar asperezas es vano porque Sánchez colocó su instrumento musical en lugar equivocado y Torra, ebrio de independencia hizo con él lo que no debía, o sea entonar soplando con su recto.
Me recuerda el encuentro Sánchez-Torra lo que sucedió al propietario de un furancho, músico aficionado en sus horas libres que dejaba su instrumento al lado del váter. Cierto día, un cliente que se había excedido con el tinto sintió un retortijón y viéndose urgido al excusado preguntó, no sin que la lengua se le enredase, por su ubicación. Le indicaron dónde pero entre la falta de luz y la teja que llevaba sintió que la taza donde había depuesto el producto de su prosaica necesidad se movía. A duras penas logró concluir su personalísimo acto e, intrigado, quiso comprobar la causa de la inestabilidad de lo que suponía receptáculo Roca. Fue en ese momento que, asombrado, concluyó que el váter era de oro. Al día siguiente, resacoso pero sereno ya, volvió al furancho y preguntó a la mujer del propietario cómo era posible que, en tan humilde local, obsequiasen a la clientela con un retrete de oro. La respuesta de la mesonera no se hizo esperar: ¡Jumersindo, ven acá que xa apareceu o que che cajou no trombón!