Kabalcanty
Los Huecos (Primera parte)
La razón de que disponga ahora de mucho tiempo, y con lo cual percatarme de lo que está ocurriendo, se debe a que volví a perder mi trabajo. Es la tercera vez en diez meses que me contratan por tres meses y que me despiden impunemente, demasiadas veces para un tipo de sesenta años, por lo que decidí no decírselo a mi familia. No me planteo si hice bien o mal, el caso es que lo comunicaré cuando pase algo de tiempo y, por supuesto, antes que llegue final de mes cuando llegue a casa con las manos vacías.
Salgo pronto por la mañana, como habitualmente, madrugo y ando hasta el metropolitano cargando con la mochila de la comida. Para no levantar sospechas es evidente que tengo que hacer exactamente lo mismo que hacía cuando trabajaba.
Me bajo en cualquier estación, lejos de mi domicilio, lejos de donde trabaja mi mujer y de donde estudian mis hijos, y recorro aceras, me paro frente a escaparates con cosas que no puedo comprar, o voy arriba y abajo por el parque lineal paralelo al río. Si tengo que ser sincero me aburro, sin embargo es preferible esto a enfrentarme a la cara de circunstancias que me pondría mi mujer si le dijera la verdad de mi vagabundeo. Pero este tedio se quebró de súbito hace un par de días y es por ello que me decidí a escribir, más que nada para que quede constancia de que, al menos, alguien dio cuenta de todo.
Me fijé en El Paria (nunca supe cómo se llamaba realmente, él mismo se apodaba así y de tal manera era conocido en su entorno como supe después) en la estación de metro de Antón Martín. Me llamó la atención porque leía un libro de Tobias Wolff. Un tipo andrajoso, contenidos sus exiguos enseres en una bolsa de compra y con la impronta de su extrema miseria pintada en su rostro curtido de edad equívoca, resultaba curioso enfrascado en las páginas de Wolff. No era algo corriente. Sin nada importante que hacer, me acerqué al banco donde se sentaba en la estación y le ofrecí un cigarrillo. Lo aceptó con una sonrisa que desvelaba sus dientes escasos y renegridos.
— ¿Un truja sin yo pedirlo? -comentó en voz baja, sin mirarme- Si no eres Papa Noel eres mi padre, colega.
Dormía en el albergue municipal próximo a la estación y vagabundeaba a lo largo del día por el centro de la ciudad en busca de cualquier cosa que se pudiera echar a la boca. Era enjuto, de voz pausada y se cubría una melena, de puro sucia apelmazada, con una gorra roja en la que destacaba un siete amarillo.
A partir de ese día, todas las mañanas le visitaba en su banco de la estación y le obsequiaba con ese cigarrillo que parecía saberle a gloria. No llegamos a intimar demasiado (era de pocas palabras en las que ocultaba su pasado como una tenacidad vital) pero lo suficiente como para caernos bien en esos treinta minutos que compartíamos. Yo le conté de mi situación y de mi firme propósito de ocultarlo a mi mujer el mayor tiempo posible. El Paria me miraba risueño, casi con ternura, y acariciando la sobada portada de su libro decía en voz lenta: "El trabajo es la mayor esclavitud del hombre y, sin embargo, su mayor preocupación. Está bien montado el tinglado, eh". Yo me encogía de hombros y, preocupantemente, comprobaba la indigencia que le rodeaba.
El asunto es que hacía dos días ocurrió algo muy extraño. Llegué como todas las mañanas y como todas las mañanas El Paria leía la compilación de cuentos de Wolff sentado en su banco. Nada parecía fuera de lo normal. Le tendí el pitillo, lo cogió con sus manos oscuras de uñas negras, y lo fumábamos pendientes de que ningún vigilante de seguridad nos advirtiera de la prohibición de fumar en el andén. "Prohibiciones cero", decía él haciendo un gesto despectivo con la boca.
Aquella mañana El Paria desapareció. Sí, así como digo: de-sa-pa-re-ció. Mientras fumábamos creí ver una especie de destello, un parpadeo fugaz, que dejó el banco vacío y un hueco chocante en el asiento donde hacía unos segundos se encontraba él. Miré a mi alrededor y nada vi, ni siquiera personas que, excepto cuando llegaban los trenes a esas horas tempranas de la mañana, eran muy escasas. Toqué la rugosidad del asiento, el hueco de unos veinte centímetros, chamuscado, irregular y tibio, donde se apoyaron las posaderas de El Paria. Por más que quise hallar una respuesta, la lógica me llevaba a una supuesta alucinación o alguna clase de magia o truco de esos que salen en televisión con cámara oculta para que luego se rían de uno propios y extraños.
Cómo mi familia desconocía mi paradero diario, me cuidé muy mucho de contar la experiencia. Me lo guardé tan para mí que esa noche no pegué ojo. Daba vueltas y vueltas en la cama pensando en cómo coño desapareció mi conocido de estación. Apenas bebo alcohol, ni tomo ninguna clase de droga (a excepción de un fármaco para conciliar el sueño que me recetó el médico hace unos diez años), por lo tanto descartaba hallarme en el trance de una melopea o colocón de esos que te hacen ver visiones allá donde te encuentres y sin avisar. Recordé ese flash anterior, esa ráfaga breve que me cegó los segundos precisos para que El Paria pasase a ser un mero hueco en un asiento de plástico. Parecía cosa de brujas o de alienígenas invasores que conspiraban contra la humanidad silenciosamente. En estas y otras daba vueltas en la cama hasta que al final me dormí sudoroso.
Indudablemente, a la mañana siguiente fui despavorido a la estación de Antón Martín. Me notaba zumbar el corazón inmerso en una ansiedad que me impulsaba llegar lo más aprisa al lugar.
El asiento había sido sustituido por otro impecable y el rastro de mi conocido sólo se conservaba en mí.
Me pareció una idea seductora, repleta de la acción que yo necesitaba, acercarme por el albergue municipal donde pernoctaba El Paria. Alguien le habría echado de menos, ¿no?