Bernardo Sartier
El perito del pantalón pitillo
Hace unos meses tuve un juicio. Un asunto que, entre principal e intereses, podía costarle a mi entidad cerca del medio millón de euros. Era de ese tipo de litigios, de controvertido enjuiciamiento,que solo pueden aclarar los informes periciales. En fin, tres o cuatro horas de sala en las que o afinas en los interrogatorios o mueres.
El primer perito en testificar era joven, perfectamente trajeado -incluyendo corbata y chaleco- y de una arrogancia contenida pero indisimulable. El segundo, a las puertas de la tercera edad, de indumentaria un punto descuidada y extrovertida sencillez. Seré sincero: con el primero no acudiría a misa de doce mientras que, al segundo, me lo llevaría ese mismo medio día a comer. Y comenzó el show.
El perito joven pertrechado de una tablet destacando, de su terno gris perla brilloso, un pantalón pitillo en el que introducir el pie en la pernera constituyó, esa mañana, aventura o milagro. Completamente rasurada, en su cabeza se reflejaban las luces de la sala. A la yugular, me dije.
Y entonces, a mi interrogatorio, fluyeron las respuestas. Sin embargo, algo no encajaba. Porque filtraban -sus conocimientos- una ciencia fragmentada y etérea, en exceso fresca, una ciencia como recental y puramente universitaria. Quiero decir que se echaba en falta el aderezo de la experiencia, ese poso de erudición que convierte el dictamen en inapelable. Pura teoría, lo suyo.
Encima, el nota consultaba a cada paso su tablet, que sostenía sobre su brazo izquierdo flexionado mientras que, deslizando el dedo índice de la mano derecha, pasaba las páginas del telemático artilugio o las abría o cerraba. Lo filé de inmediato. Estaba ante un ilustrado informático que pretendía impresionarnos: "estáis en el paleolítico, tíos", parecía decir. Saben de qué les hablo. Ese tipo de profesionales jóvenes -y un punto desorientados-convencidos de sustituir sus carencias con la íntima creencia de que en el ordenador está la omnisciencia. El conocimiento absoluto.
Tanto los letrados a los que su dictamen podía beneficiar como a mí, a quien podía perjudicar, tuvimos claro que la credibilidad de su declaración no había rebasado el aprobadiño raspado. Y entonces vino lo bueno. Hizo su señoría entrar en sala al perito veterano. Aquel sobre cuyas sienes escaseaba el cabello liso y en el que apreciamos un desaliño de vestimenta innegable. Aquel, en fin, en cuya piel lucían las manchas de la edad como condecoraciones de mil batallas periciales exitosas. En sus manos, un tochazo de fotocopias de los autos en las que sobresalían cientos de post-it paginando el número de folio que le interesaba.
Buenos días,dijo al entrar. Y como el primer espada en Las Ventas, sostuvo la mirada de letrados y jueza. Y a cada pregunta comprometida, una lección científica; y a cada repregunta tratando de despeñarlo al abismo del desconocimiento o de pillarlo en una contradicción, una colleja erudita y cariñosa en la nuca del letrado interrogante. "Déjeme usted consultar, que creo que esto está al folio tal"; y entonces, tras humedecer su dedo levemente, pasaba páginas y daba con la que buscaba: "Sí, aquí lo tengo". Y seguía, del modo más pedagógico que jamás haya oído, una ilustración técnica aderezada con alguna anécdota de su azarosa vida profesional.
En lo suyo, dijo al principio, había sido director de no sé qué, jefe de no sé cuánto y responsable de mil cosas relacionadas con la disciplina demandada en ese acto. Concluyó su testimonio y todos tuvimos la sensación de haber sido obsequiados con una lección magistral, con una conferencia ex cátedra que no admitía réplica. A la conclusión de su magisterio, experimentamos una desazón y un vacío justificado: queríamos seguir escuchándolo, porque daba gusto.
Ya a las puertas del juzgado me dirigí a él y le pedí que me permitiera abrazarlo. Asintió con campechanía no fingida y le dije que, en casi treinta años de estrados, jamás había oído dictamen pericial parecido. Me dio las gracias y se fue.
Pueden imaginarse a qué parte, asistida de qué perito, dio su señoría la razón.
No me gusta Casado. No me gusta su engolamiento emboscado,su indisimulado arribismo ni su extemporánea ambición. Para comer, primero hay que mamar. Y Casado es un nasciturus político que hace un par de meses, en una entrevista televisiva, hablaba de Soraya como "una de sus jefas". Ahora, descubiertos ciertos apoyos y ahíto de ansias de medrar -Casado responde al genotipo del trepador nato-, ya no recuerda jefatura alguna y niega a sus padres, en la pretensión de auparse sobre quienes lo prohijaron políticamente y ostentan mejor derecho que él, por conocimiento y experiencia, a la jefatura del partido.
Se trata de una maniobra carente de los más elementales escrúpulos que él viste con el disfraz del debate democrático, la renovación y la integración, cuando no hay nada más antiguo ni más disgregador que la traición y la ambición precoz.
Ojo. Apoyado, todo hay que decirlo, por quienes no lo reputan el mejor sino que, mediocres resentidos, se conforman con que no sea Soraya quien pilote el partido, es decir, Margallo y Cospedal.
Como no milito, carezco de ideología y considero el voto un derecho que no ejercito hace más de veinticinco años, dispongo de legitimidad moral para analizar a ambos contendientes.
Soraya es abogada del Estado (nadie le regaló título ni oposición), fue portavoz parlamentaria y vicepresidenta y lidió con la crisis territorial más peliaguda que presentarse pudiera a ningún gobierno democrático. Cometió errores, pero Cataluña sigue contribuyendo hoy, por sus ovarios, al presupuesto de España.
Casado es máster en derecho (no profundicemos) y carece de experiencia alguna más allá de sus entrevistas en cadenas radiofónicas y televisivas, si eso puede calificarse de currículo. No discuto que pueda llegar a ser un buen político, pero solo si es capaz de contener su ansiedad y su ambición, ese prurito de llegar a general sin ser antes sargento. De momento, en esa carrera ha cometido ya un grave error: faltar al respeto a quienes le preceden y minusvalorar la experiencia como si fuese algo mostrenco que hubiese que arrumbar. Además, nadie garantiza que, elegido, no le estalle el pasado en los morros.
O sea que si el PP elige a Casado habrá cometido un error difícilmente reparable. Porque provocará la peor escisión de un partido, que no es la ideológica sino la que proviene de posicionarse con uno u otra en función de rencillas y odios personales.
No hay mejor catarsis ni renovación para el PP que decantarse por la veteranía y la feminidad. O sea que a votar. Pero recuerden los compromisarios: Casado es el perito de los pantalones pitillo. Soraya la perito del tocho con post-it.